En primer lugar, la plaga aparece sin especificación alguna del contexto, como si fuera una maldición divina. Los sanitaristas, los especialistas en medicina social, hace casi un siglo que vienen advirtiendo acerca de la íntima conexión entre condiciones sociales y enfermedad. Sin ir más lejos, la incidencia de ciertos tipos de cáncer, comunes en las sociedades occidentales, es apenas marginal en el mundo oriental; el mal de Chagas, a su vez, es desconocido en Europa pero hace estragos en América Latina y el Caribe. ¿Y qué pasa con el Ébola? ¿Por qué surge en África Occidental? Si ya antes se produjeron otras irrupciones de la enfermedad, epidemias que afectaron a miles de personas, ¿Cómo es que se la combatió, y por qué reapareció una vez más? ¿Qué medidas se adoptaron para prevenir la propagación de la epidemia, o para crear vacunas con la capacidad de combatirla? Todo queda encerrado en el más profundo misterio.

Segundo, la información suministrada se limita a exponer los casos más dramáticos. La truculencia manda. Se registra el número de muertos, la propagación de la epidemia, se describen los síntomas terribles de la enfermedad, la cruel agonía de sus víctimas, la lucha infructuosa de médicos y enfermeros. Algunas víctimas se rodean con un halo de santidad, como los dos sacerdotes españoles abatidos por la plaga, o la enfermera que cuidó a uno de ellos y ahora se debate entre la vida y la muerte. Y en estos desvaríos hay pocas discrepancias: tanto los periódicos o los medios de mayor reconocimiento internacional como los que se encuentran en la sentina del oficio periodístico comparten esta estrategia informativa. En muchos casos, con una incoherencia que roza en lo asombroso, o lo ridículo. Como en una muy importante emisora de Buenos Aires que en el titular de su informativo anuncia el agravamiento del flagelo para, a renglón seguido, decir que la enfermera española registra una leve mejoría.

Por supuesto que lo que venimos diciendo no se aplica tan sólo al penoso caso de esta enfermedad. En general la des-contextualización y el énfasis en lo morboso y truculento es la norma. Los medios, que hacen mucho dejaron de ser instrumentos de comunicación y transmisión de información confiable, desempeñan en la sociedad actual una función distinta, mucho menos noble y, a la vez, más rentable: modelar o formatear el imaginario popular, adormecer la conciencia del público desestimulando el pensamiento crítico, la reflexión pausada, la meditación profunda. La utilidad de esta estrategia para los artífices de la sociedad de consumo es innegable: no se puede promover el consumo irracional de bienes superfluos o innecesarios con un público alerta, bien informado, acostumbrado a pensar. Y para ciertos gobiernos esto es una verdadera bendición: tener a la población atontada por un aluvión de noticias dramáticas y traumáticas, que aluden a eventos o circunstancias que nadie sabe como se originan, refuerza la sensación de indefensión de hombres y mujeres que, aterrorizados, buscan protección bajo el ala de un gobierno omnipotente, omnisciente y omnipresente, que todo lo sabe, que todo lo vigila. Para nuestro bien, por supuesto. La historia reciente de los medios de comunicación en Estados Unidos es una prueba elocuente de lo que venimos diciendo.