En primer lugar hay que decir que lejos de ser una expresión marginal del capitalismo contemporáneo los fondos buitre son, por el contrario, uno de los componentes fundamentales del capital financiero. Y, como es sabido, esta fracción del capital es la que desde la década de los ochentas del siglo pasado comanda el proceso de acumulación a escala mundial. El crecimiento de los fondos buitre se vio favorecido por la acelerada desregulación de los flujos de capital resultante de las políticas neoliberales impulsadas durante la Administración Clinton en la década de los noventas. Se trata de un segmento de las finanzas dedicado a operaciones de carácter eminentemente predatorio (por ejemplo, compra de empresas quebradas o bonos defolteados de los gobiernos) para luego aprovechar sus estrechas conexiones con los distintos estamentos del poder judicial estadounidense y con la propia estructura del gobierno para vender en el caso de las empresas, o cobrar, en el de los bonos, a su valor nominal más los intereses correspondientes.

Diversos estudios, sobre todo uno de los más completos producido recientemente por un investigador de la Chatham House de Londres, Nicholas Shaxson  (Las islas del tesoro, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014) demuestran que este sector transita a sus anchas a través de una impresionante red de guaridas fiscales desde donde puede operar en el mayor secreto y gozando de una total impunidad. Este es el formidable rival con que se enfrenta la Argentina de modo tal que no debería causar sorpresa alguna la enorme capacidad de presión que ha demostrado tener en este litigio.

Segundo, una serie de errores propios, de larga data, han confluido para llegar a una situación como la actual. Para comenzar, cuando se inicia la transición democrática el gobierno de Raúl Alfonsín no hizo lo que tendría que haber hecho: ordenar una auditoría integral de la deuda externa heredada de la dictadura militar. Hay quienes sostienen que el presidente y su primer ministro de Economía, Bernardo Grinspun, trataron de avanzar por ese camino pero no lograron el consenso de su propio partido, la Unión Cívica Radical, cuya ala más conservadora, representada en la figura del Vicepresidente Víctor Martínez, se oponía tajantemente a dicha iniciativa. Lo mismo ocurría, aunque por un cúmulo de diferentes razones, al interior del otro gran partido de la primera fase de la transición, el Justicialista. Sin ese respaldo la propuesta, de una auditoría integral, como la que realizara mucho después en Ecuador el presidente Rafael Correa, con óptimos resultados, no tenía la menor posibilidad de prosperar. Otro yerro: durante los inicios de la transición y hasta el día de hoy, los sucesivos gobiernos argentinos mantuvieron una cláusula de prórroga de jurisdicción mediante la cual cualquier diferendo con inversionistas o tenedores de bonos de la deuda se ventilaría en tribunales de terceros países, principalmente en la ciudad de Nueva York (aunque también en Londres o Frankfurt).

Es obvio que quien invierte en un país o compra bonos de su deuda quiere asegurarse que sus derechos estarán bien protegidos, habida cuenta de las periódicas catástrofes económicas que padeció la Argentina y muy especialmente la del colapso de la convertibilidad y el subsecuente corralito. Pero en los contratos respectivos no se incluyeron algunas salvaguardas que impidieran que el país quedase inerme frente a (eventualmente) hostiles tribunales extranjeros. Por ejemplo, estableciendo que si se llegaba a lograr una aceptación de los dos tercios de los bonistas a la propuesta del gobierno esto inhabilitaría cualquier apelación ante un tribunal extranjero. Eso no se hizo y ahora hay que afrontar las consecuencias. Tercero: mediante el Plan Brady, implementado entre 1992 y 1993, y en virtud del cual la deuda que había sido contraída con un número relativamente pequeño y claramente identificable de acreedores bancarios y financieros se atomizó por completo, distribuyéndose entre centenares de miles de pequeños ahorristas de algunos países desarrollados, especialmente Alemania, Italia y Japón. Cuarto, la renegociación de la deuda, con una quita de alrededor del 65 por ciento, iniciada en el 2005 por el gobierno de Néstor Kirchner (con Roberto Lavagna como Ministro de Economía) y reabierta una vez más en el 2010, ya con Cristina Fernández de Kirchner como presidenta fue altamente exitosa porque logró que casi un 93 por ciento de los bonistas aceptaran los términos del acuerdo. Sin embargo, una cláusula del contrato, y este fue el error, aseguraba para todos los bonistas idéntico tratamiento, lo que puso en manos de quienes no aceptaron la oferta de la Casa Rosada (precisamente, los fondos buitre) la posibilidad de aferrarse a dicha cláusula y exigir el pago íntegro del bono.

Para ello contaron con la inestimable colaboración del juez Griesa que con una interpretación sumamente discutible, aferrada más a la letra que al espíritu del contrato, le otorgó a una ínfima minoría un privilegio de veto que en una negociación entre privados, digamos entre una empresa y sus accionistas, habría sido ilegal. En el derecho comercial estadounidense, por ejemplo, una restructuración de deuda que cuente con el apoyo de los dos tercios de los acreedores tiene efectos obligatorios para la totalidad de los mismos. No ocurre otro tanto en el derecho internacional, donde una minoría del 1 por ciento, o inclusive menos, puede poner en jaque un arreglo consensuado por casi el 93 por ciento, como en el caso argentino. Por eso son muchas las instituciones y expertos (el FMI, el Banco Mundial, la misma Anne Krueger, que criticó la inflexibilidad de los fondos buitres y la jurisprudencia sentada por Griesa) que han cuestionado duramente la decisión del juez neoyorkino, ya que pone en peligro las restructuraciones de deudas futuras en un ambiente internacional en donde hay por lo menos cincuenta países fuertemente endeudados y quienes más lo están son las principales potencias económicas del planeta. Entre los más agobiados por la deuda se encuentran Japón (deuda/PIB= 245.5 %), Estados Unidos (106 %), Reino Unido (90.6 %) a los cuales hay que agregar Italia, Irlanda, Portugal, España y Francia. A partir del precedente sentado por la decisión de Griesa, ¿cómo harán los gobiernos de estos países para reestructurar una enorme deuda que, además, no cesa de crecer? ¿Saciarán su voracidad los fondos buitre con la Argentina, o irán también por los bonos de las otras restructuraciones?