Una reflexión sobre el retardo de justicia
*Por Ricardo Monner Sans Cuando acabó aquello de que el poder venía de Dios o que provenía del rey, quedó consagrado que el poder provenía del pueblo. Y para evitar el absolutismo, se dijo, era menester dividirlo: el Legislativo crea la norma, el Ejecutivo la aplica, el Judicial la utiliza cuando debe resolver controversias.
La introducción vale respecto de lo que debió ser. La Constitución de la Nación Argentina así pensó el concepto de soberanía, palabra que aparece en el artículo 33 de la versión de 1853/1860. Por el resto, el mandato constitucional contenido en el Preámbulo -afianzar la justicia- se encadena con la necesidad de promover el bienestar general. Promover y afianzar, son verbos de actividad. El poder, que nace del pueblo, está pensado para servir a él: no para el beneficio, de cualquier naturaleza, de las personas que ocupan transitoriamente el poder. Es que el Estado, en definitiva, es la sociedad jurídicamente organizada desde el plano ético.
Tanto el Ejecutivo -Presidente-, cuanto el Legislativo Cámara de Diputados y Cámara de Senadores-, tienen directo origen popular. Se vota para su integración y se presupone la rotación. (La reelección presidencial juntamente con el achicamiento de su período -de 6 a 4 años- fue un injerto de la reforma constitucional de 1994). El Poder Judicial, el que aplica la ley, no nace de la votación popular. Además, los jueces gozan de la garantía de la inamovilidad mientras dure lo que se da en llamar su buena conducta. El poder judicial depende, para su funcionamiento, de los dineros que le adjudica un Presupuesto Nacional (ley de leyes, se dijo siempre, hasta que vinieron a vivir entre nosotros la permanente emergencia económica y los decretos de necesidad y urgencia). El presupuesto nacional tiene por protagonistas al Ejecutivo y al Legislativo.
En la Reforma Constitucional de 1994 se dijo que se iba a superar la discrecionalidad con los que los jueces eran designados directamente por la conjunta actividad del Ejecutivo y del Legislativo, creándose el Consejo de la Magistratura. Excede el espacio del que dispongo el desplegar por qué considero que el Consejo de la Magistratura ha sido un fracaso estrepitoso. Se dijo que había que derrotar a una discrecionalidad -que es la madrina de la arbitrariedad- creando un órgano de selección y de vigilancia. Ni la vigilancia ha sido efectiva, ni la selección ha transitado por el andarivel de la imparcialidad. Ha pervivido la arbitrariedad, bajo otras formas.
A la debilidad congénita del Poder Judicial, se ha agregado sus propias falencias. La morosidad se llama en los códigos procesales retardo de justicia. Tales retardos tienen causas internas y causas externas. Parece imprescindible, para no gesticular desde la tribuna y recordando mis inicios como abogado independiente desde fines de 1958, decir que la quiebra del estado de bienestar ha promovido una litigiosidad allá lejos impensable. Valía la palabra, en promedio, y el ascenso social podía producirse, también en promedio, desde el trabajo. Independientemente de mis disensos ideológicos, no flotaba la idea de corrupción y la versación de aquellos magistrados era -siempre en promedio- admirable. Había pobres, sí, pero no excluidos. Había delito, sí, pero no provocado desde la irracionalidad de la droga.
Roto lo que se da en llamar el estado de bienestar, la tensión social y económica empezó a gestar la doctrina -en promedio- del egoísmo: Primero yo, sálvese quien pueda, el fin justifica los medios. Lo externo iba a incidir en el abrumamiento de los juzgados. Pero lo interno -jueces con temor a los llamados poderes políticos, o con insuficiente contracción al trabajo- iba a arrasar con la idea de celeridad. Se conoce: justicia tardía no es justicia. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, que fue en marzo de 1995 cuando impulsamos una causa por contrabando de armas, que tuvo un rato preso a un ex presidente y sentenciada hace poco con repercusión, cuanto menos, en punto a una duración de 16 años y medio?
¿Por qué es grave la morosidad judicial? Porque -en promedio- cuando un juez dicta una sentencia, resuelve no sólo el puntual caso sometido a decisión, sino porque su veredicto debe ser enseñanza moral con destinatarios más allá de los protagonistas de la contienda. La lentitud judicial es la antirepública.
*Abogado Presidente de la Asociación Civil Anticorrupción)