Si la Justicia argentina se empeñara en recuperar los fondos públicos desaparecidos gracias a hechos de corrupción, se calcula que debería ir tras US$ 13.000 millones que el Estado perdió en 27 años. Así lo determina un estudio realizado por el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE), que relevó 750 casos de corrupción cometidos en la Argentina entre 1980 y 2007. Para tener una idea del impacto que tiene la corrupción, esos millones de dólares faltantes -destinados a pagar coimas, enormes obras públicas no concretadas, y sobresueldos, entre otros- exceden por mucho el gasto educativo de 2007, de $13.289 millones.

La memoria colectiva podrá recordar, sin demasiado esfuerzo, escándalos por megacausas de corrupción cometidas en democracia, en los tres poderes del Estado. Lo que no suscita la misma atención (debido a que son una rareza) son las condenas a funcionarios públicos acusados por esos delitos, ya que solo 3% de esos 750 casos analizados recibió fallos condenatorios. También es complejo para la prensa y para la ciudadanía atender los casos desde que se radica la denuncia hasta que sale la sentencia, si tenemos en cuenta que este tipo de juicios dura, en promedio, 14 años. Todo indica, entonces, que nuestros representantes tienen altas posibilidades de enriquecerse ilícitamente con fondos del Estado y quedar impunes. 

También implica que toda investigación en este terreno, habida cuenta de los resultados, termine pareciendo una oda a la corrupción. Un elogio a la rapacidad de los delincuentes. O una exaltación de la impunidad. Sin embargo, hay mecanismos para intentar cambiar este escenario.

Los escándalos del menemismo

Un breve repaso por algunos de los hechos más resonantes de corrupción demostrará que las cifras acompañan la realidad de nuestro país. En 1990, por ejemplo, se destapó el denominado Swiftgate, uno de los primeros de la década menemista en salir a la luz. Según denunció en aquel momento Página 12, el entonces asesor presidencial, Emir Yoma, habría pedido una coima para agilizar el pedido de radicación de la empresa estadounidense Swift en Rosario, Santa Fe. La denuncia fue avalada por la Embajada de Estados Unidos, que presentó su queja al Gobierno argentino. Yoma fue apartado de la Presidencia, pero su nombre se vinculó, años más tarde, con la venta ilegal de armas, el contrabando de oro, el escándalo IBM-Banco Nación, y la corrupción en Yacyretá.

No mucho más tarde, en 1991, estalló el Yomagate, caso relacionado con las actividades de una banda que traficaba cocaína a Estados Unidos y a Europa, y que traía el dinero en vuelos de Aerolíneas Argentinas provenientes de Nueva York. Parte de la suma ingresada era blanqueada en nuestro país. Tras más de 12 años de trámite judicial, la ex cuñada y ex secretaria de Audiencias de Menem, Amira Yoma, fue sobreseída, mientras que el ex secretario de Recursos Hídricos durante ese Gobierno, Mario Caserta, fue condenado a cinco años de prisión, la pena mínima prevista. Otros cinco acusados fueron condenados a cinco años de prisión en suspenso.

Yoma está imputado, junto al ex presidente Carlos Menem y otras 17 personas, por haber participado en la venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador entre 1991 y 1995, cuando existía un embargo dictado por las Naciones Unidas. La Argentina, además, era garante de paz de un conflicto entre Ecuador y Perú. Poco después de comenzada la investigación estalló una fábrica militar en la ciudad cordobesa de Río Tercero, que causó siete muertos, 300 heridos y la destrucción de varios barrios alrededor de la zona. Los peritos oficiales determinaron que la explosión fue intencional. El juicio, que comenzó en 2008, transcurre lento: a casi un año de haber comenzado, declararon aproximadamente 110 de los 450 testigos previstos. 

No tardarían en llegar otras causas. El escándalo IBM-Banco Nación implica el supuesto pago de US$ 21 millones en coimas para la firma del contrato del denominado Proyecto Centenario. La empresa IBM se habría comprometido a informatizar las 525 sucursales del Banco Nación a cambio de US$ 249 millones. La causa se inició en 1994 y recién ocho años después, en 2002, fue elevada a juicio. Un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación reiteró, en 2005, que la causa no prescribiría. 

Con respecto al pago de sobornos, el Índice de Pagadores de Coimas (Bribe Payers Index) de 2008, que elabora la organización Transparency International, revela que los ejecutivos argentinos encuestados identificaron, en primer lugar, a los partidos políticos como las instituciones más corruptas, seguidos de los cuerpos legislativos. En el mismo índice, 51% de los ejecutivos encuestados calificó las acciones de gobierno contra la corrupción como muy ineficientes, y 32% como ineficientes. 

En esta línea, uno de los casos que el público suele recordar es el escándalo de Siemens, empresa alemana que habría pagado sobornos en la Argentina por un valor de US$ 80 millones para asegurarse el negocio de digitalización de los documentos de identidad en nuestro país. El pago de sobornos se habría producido en 1998 y el proyecto, valuado en US$ 1.260 millones, fue cancelado en 2001 durante el Gobierno de Fernando de la Rúa. No obstante la suspensión del proyecto, la Justicia investiga el pago de coimas posteriores al Gobierno de la Alianza.

Instrumentos contra la corrupción

Durante los últimos años la Argentina avanzó, no obstante, en la incorporación de diferentes instrumentos legales para luchar contra la corrupción en los tres poderes del Estado. Con la reforma constitucional de 1994 se dio jerarquía a la Auditoría General de la Nación y al Ministerio Público, dos órganos claves de control. Por su parte, el Ministerio Público es un ente independiente con autonomía financiera y en sus funciones, que debería promover la actuación de la Justicia en defensa de los intereses generales de la sociedad. Es decir, debe denunciar. 

Además, en 1996 la Argentina ratificó la Convención Interamericana contra la Corrupción, que compromete a los países a aplicar medidas tendientes a crear, mantener y fortalecer diferentes normas e instituciones que garanticen el correcto cumplimiento de las funciones públicas y la transparencia en la gestión. Un año después, se sancionó la Ley 25.188 de ética en la función pública, que regula la obligación de presentar declaraciones juradas patrimoniales, el régimen de regalos y un sistema de incompatibilidades de la función pública. En la práctica, no hay un cuerpo designado para controlar que las declaraciones juradas presentadas sean auténticas, y tampoco existe un órgano que realice un seguimiento y control efectivo de la evolución del patrimonio de los funcionarios públicos. El control recae, en realidad, en los esfuerzos del periodismo y de diferentes organizaciones de la sociedad civil, y de la conveniencia de la oposición en cada momento. 

Por su parte, la Oficina Anticorrupción, creada en 1999, debe denunciar a la Justicia hechos que puedan constituir delitos y diseñar políticas para prevenir la corrupción en el sector público nacional. 

La mera sanción de estos instrumentos supone un paso en la lucha contra la corrupción, pero no garantiza definitivamente la investigación de los funcionarios públicos implicados en delitos económicos. Por ejemplo, en 1998, con la sanción de la Ley 24.946 del Ministerio Público, se estableció a la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas como el ente encargado de investigar la conducta de los actores de la administración nacional centralizada y descentralizada, y de las sociedades estatales. 10 años después, el Procurador General de la Nación recortó las facultades del organismo, que ahora solo puede intervenir en causas abiertas por impulso del organismo. 

Para que las investigaciones por este tipo de delito comiencen, es el propio Estado el que debe diseñar políticas para fomentar la denuncia de casos de corrupción. Entre otros instrumentos, se debe garantizar un beneficio en la pena a quien, incluso estando implicado, dé intervención a la Justicia. Además, se debe garantizar la protección de los testigos, materia pendiente en la Argentina a pesar de la sanción nacional de la Ley Nacional de Protección al Testigo en 2003. Finalmente, si solo un porcentaje mínimo de los juicios por casos de corrupción termina en sentencias condenatorias, es ingenuo pensar que alguien se arriesgará a denunciar.

El Senado de De la Rúa 

Aunque su llegada prometía el fin de la corrupción descarada en la Argentina, no tardó en llegar al Gobierno de Fernando de la Rúa una de las denuncias más graves por soborno sucedido en nuestro país. Es que la denuncia por pago de coimas en el Senado demostró que la independencia de poderes puede ser, a veces, demasiado frágil. En 2000, el ex presidente fue acusado de ordenar el pago de coimas que destrabaron la sanción de la reforma laboral de ese mismo año. También están implicados en el caso el ex jefe de la SIDE, Fernando de Santibañes, el ex ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, y varios de quienes entonces eran senadores. El escándalo provocó la renuncia del vicepresidente de la Nación, Carlos Álvarez. La causa fue elevada a juicio oral solo en 2007.

La coincidencia del kirchnerismo

Aunque en 2003 Néstor Kirchner asumió la Presidencia con fuertes críticas a la década menemista, seis años de kirchnerismo en el poder bastan para encontrar varias similitudes entre ambas gestiones. La corrupción es, precisamente, una coincidencia lamentable.

En 2005 se publicó en el diario Perfil la primera denuncia sobre el caso de la empresa sueca Skanska, que tenía a su cargo la construcción de dos gasoductos en el norte y sur del país. Entonces, Transportadora Gas del Norte (TGN) señaló al Ente Nacional Regulador del Gas que Skanska estaría pagando unos $17 millones de sobreprecios en las obras. Se presume que las coimas pagadas por la empresa se ocultan en la gran cantidad de facturas emitidas a empresas fantasma, y que en realidad la suma ascendería a $85 millones. Considerando los tiempos de la Justicia, todavía estamos lejos de conocer la sentencia firme (por otra parte, el blanqueo impositivo que acaba de terminar puede cambiar la escena). 

Un tiempo más tarde apareció, en el despacho de la entonces ministra de Economía, Felisa Miceli, una misteriosa bolsa con $100.000 pesos y más de US$ 30.000. Según la ministra, el dinero pertenecía a una operación inmobiliaria que nunca se concretó. La bolsa provocó la renuncia de Miceli, que primero dijo que el dinero era suyo, luego de su hermano, y luego volvió a contradecirse. La ex funcionaria está procesada desde 2008. 

El mismo año ingresaron en el país US$ 800.000 dólares en la valija del venezolano Guido Antonini Wilson. La valija llegó en un avión rentado por el Gobierno argentino, en el que también viajaba Claudio Uberti, entonces interventor del Ente Regulador de Autopistas, y hombre clave de Julio de Vido. Los fondos sembraron sospechas sobre el financiamiento de la campaña presidencial de Cristina Fernández de Kirchner, y dejaron en evidencia el débil alcance de la ley de financiamiento de los partidos políticos para transparentar los fondos que costean las campañas electorales. 

En 2008, y tras cinco años de gobiernos kirchneristas, la Argentina quedó en el puesto 109 de 180 países en el Índice de Percepción de Corrupción 2008 de Transparency International, detrás de países como Tanzania y Ruanda. No es complejo entender que para que se perciba menos corrupción, primero se deben percibir más condenas a los corruptos. Y aunque los instrumentos para aplicarlas existen, nuevamente lo que falta es la voluntad de los tres poderes del Estado para perseguir y sancionar este tipo de delitos. 

Más recientemente, el ex funcionario kirchnerista, Ricardo Jaime, quedó en el centro de las denuncias cuando se comprobó que utilizaba un misterioso jet privado para viajar a Córdoba, Mar del Plata, Punta del Este, Porto Alegre, y Florianópolis, entre otras ciudades. Se probó que lo utilizaba todas las semanas, y se sospecha que los viajes habrían sido financiados por Aeropuertos Argentina 2000 y Grupo Plaza de Grupo Cirigliano, que son contratistas del Estado, y empresas a las que el ex secretario de Transporte debía controlar. 

Y de la mano de Guillermo Moreno, actual secretario de Comercio, la intervención del Indec es uno de los peores fraudes del Estado argentino, porque impide a la sociedad conocer datos estadísticos de calidad sobre la actualidad y, sobre todo, porque acota las decisiones de todos los actores y las somete a la voluntad de los interventores. Para calcular el valor en pesos de este gran delito, la Justicia debería tener en cuenta también cuánto vale la información estadística y, sobre todo, cuánto vale la confianza de la gente. El daño más caro, en definitiva, es el que el propio Estado inflige a sus instituciones. 

La cuenta de la corrupción, una deuda de todos los Gobiernos que ya se llevó varios millones de dólares, solo seguirá creciendo si en el corto plazo no se diseñan medidas estructurales que permitan una respuesta más rápida y eficiente de la Justicia, y que alienten nuevos sistemas de responsabilidad en la administración pública que recaigan sobre todos los funcionarios públicos.

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La incontrastable impunidad

La impunidad de los hechos de corrupción es un dato incontrastable de la realidad, al menos en la Argentina.

Diversas causas confluyen en este pobre resultado y los efectos de la carencia de sanciones se magnifican con la insuficiencia y falta de constancia en materia de políticas preventivas.
La impunidad se traduce en la inexistencia de costos para aquellos funcionarios y empresas que incurren en este tipo de conductas, incentivados por la posibilidad de obtener grandes ganancias sin riesgos significativos.

La explicación de esta impunidad se asocia con la dificultad de detección de hechos que se desarrollan en un marco de ocultamiento, donde el acuerdo entre las partes involucradas incluye el despliegue de estrategias orientadas a evitar revelaciones inconvenientes.

Los empresarios se resisten a formular denuncias por temor a represalias y en vista de la ineficacia de los órganos estatales para reprimir estos delitos y evitar su reproducción.
Por lo general, las quejas se traducen en reclamos por la vía política, que no llegan a generar mayores consecuencias, a menos que se trate de empresas extranjeras con gran poder de influencia.

No existen, por tanto, espacios eficaces para que el sector privado pueda revelar la información de que dispone sobre hechos de corrupción y que esta información dé lugar a iniciativas adecuadas, ya sea en materia de sanción, o bien en el desarrollo de propuestas que impliquen una modificación de las políticas y sistemas que exhiben hoy aquellos intersticios por los que se cuela la corrupción.

Además, nuestro país carece de mecanismos de protección contra represalias para aquellas personas que de buena fe denuncien o presten testimonio sobre hechos de corrupción que hayan conocido durante el desempeño de sus funciones en el sector público o privado. 

Estos "whistleblowers" (como se los denomina en los países anglosajones) han demostrado ser un medio eficaz para conocer y evitar graves hechos que de otro modo permanecen en la esfera de penumbra pretendida por los delincuentes. 

La Argentina tampoco ofrece incentivos para que los que hayan participado de hechos de corrupción los revelen o den información sobre ellos. A la ausencia de ofrecimiento alguno de reducción de las penas se suma la falta de temor a sufrir condena alguna, lo que en otros sistemas funciona como aliciente para mejorar una situación comprometida.

La falta de eficacia del sistema judicial se ve abonada por formas engorrosas y vetustas de procedimientos, que dan ocasión a la prolongación de los procesos durante añares, mientras los casos se van deshilachando sin remedio.

La cuestión se agrava cuando se repara en que todos los mecanismos de responsabilidad estatal son usualmente ineficaces y la estrategia política consiste en remitirse a los dictados de una Justicia que nunca llega.

Los sistemas de responsabilidad disciplinaria de la administración pública no se aplican a los funcionarios más altos de los Gobiernos, el Congreso no reclama ningún tipo de responsabilidad política ni conocemos voto de censura o interpelación formal alguna. Otros mecanismos de responsabilidad y supervisión de entes privados y sociedades carecen de eficacia alguna en lo que hace a esta materia.

El panorama se agrava por las erráticas políticas de prevención de la corrupción y por la ausencia de políticas significativas de esta naturaleza en el ámbito provincial.

Experiencias positivas como la creación de la Oficina Anticorrupción y las propuestas desarrolladas por esta, se han ido debilitando con el paso del tiempo, sin que haya existido un plan o la decisión política de desarrollar nuevas alternativas, de reimpulsar aquellas iniciativas o de dar espacio a nuevos o más amplios protagonismos en estas estrategias, como los de la sociedad civil o el sector privado.