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Publicado: 27-02-2013

Capital Federal.- Por Atilio A. Boron. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial los sudamericanos podíamos ufanarnos de que la nuestra era una “zona de paz”, sin la amenazante presencia de armas nucleares. Hubo, sin duda, a lo largo de esos años algunos episodios bélicos, pero ninguno de una magnitud comparable a lo que esta misma región había conocido en la primera mitad del siglo veinte como, por ejemplo, la sangrienta Guerra del Chaco que enfrentó a los pueblos de Bolivia y el Paraguay.
 
Posteriormente hubo incidentes armados entre Perú y Ecuador, o situaciones que nos pusieron al borde de una guerra como la que precipitaron las dictaduras de Argentina y Chile a finales de los años setenta. Pero la Guerra de las Malvinas, en 1982, y sus secuelas, pusieron fin a tan afortunada situación. Ya durante el desenvolvimiento del conflicto hubo sospechas, en Londres tanto como en Buenos Aires, de que la flota inglesa portaba consigo armamento nuclear. Estos temores se ratificaron plenamente cuando, una vez finalizada la contienda, la Corona británica decidió reforzar su presencia militar en el Atlántico Sur admitiendo tácitamente la presencia de cohetería nuclear en las Islas Malvinas.

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