En una república democrática como lo es la Argentina, la Constitución exige que el Gobierno sea transparente. Eso es lo que el poder político les reclama a los ciudadanos y a las empresas. Pero la Auditoría General tuvo que recurrir a la Justicia para obligar a que la Sindicatura General le entregara informes que deberían ser públicos.

La Sigen fue creada, hace varias décadas, para controlar al Poder Ejecutivo desde dentro de esa rama del Estado y evitar serios desajustes. Por eso, su tarea es producir informes y hacer llamados de atención antes de que aquellos corrimientos se consuman (control ex ante). Pero el verticalismo político desvirtuó esa función.

Para intentar solucionar estos desfases -que pueden involucrar cuestiones que van desde nombramientos incorrectamente hechos y sueldos mal liquidados hasta licitaciones irregulares o delitos- existe otro organismo, la Auditoría General, que depende del Congreso nacional y al que la Constitución le otorga facultades para controlar todos los órganos de poder. Al margen de lo que pueda hacer la Justicia, la Constitución estableció que la AGN hará un control posterior a la ejecución de los actos de gobierno y, para hacerlo, está autorizada a pedir la colaboración de todos los organismos.

Desde esta perspectiva, el fallo de la Sala I de la Cámara Contencioso Administrativo, firmado por los jueces Clara Do Pico y Néstor Buján, es impecable y rescata lo que debería ser el correcto ejercicio de esos controles: la cooperación para supervisar al Poder Ejecutivo.

El tribunal aceptó un amparo por mora que planteó la AGN (Congreso) y condenó a la Sigen (Poder Ejecutivo) a entregar los informes. Los magistrados citan, como fundamento, la Constitución y varias leyes para fundamentar la sentencia. No hay nada objetable.

Pero ese fallo, desde otra perspectiva, es revelador de dos problemas profundos de nuestro sistema institucional.

El primero: el Poder Ejecutivo es esencialmente opaco, refractario a la transparencia.

El poder político pareciera entender que la democracia es el derecho de todos los ciudadanos a votar, pero no es el derecho de todos a ser informados. En la misma línea, el Gobierno también se resiste a ser controlado desde dentro del mismo poder del Estado.

Por ahora, la Argentina transita la democracia electoral, pero no logra construir controles institucionales fuertes.

Así vista, la resistencia de la Sigen a informar es tanto o más grave que la manipulación de los datos del Indec y es equiparable a muchas maniobras que realizó aquel organismo o la Comisión Nacional de Valores para presionar empresas y acompañar las políticas oficialistas. Cuando ocurre esto, los órganos de control no prestan un servicio al desarrollo del Estado sino a la concentración del poder.

Y el segundo problema: la renuncia del Poder Ejecutivo obliga a la Justicia a darle acogida a una demanda de un sector del Estado (la AGN lo es) contra otro sector del Estado (como lo es la Sigen). Si se mira de cerca la cuestión, se advierte que la situación es casi ridícula.

Pero el poder opaco de una democracia débil sólo puede sobrevivir cuando fallan los controles.