Están aumentando los indicadores de racismo y sus violentas derivaciones a lo largo y a lo ancho de Europa, convirtiéndose en otra pandemia que maneja los hilos de la sociedad con gran cantidad de víctimas.

Los investigadores sociales sugieren que ese racismo, que antes era subterráneo y no expandido, porque siempre hubo de alguna u otra manera, se acrecentó notablemente después de la crisis económica y política de 2007 y 2008.

Las estafas de los bancos norteamericanos con los títulos subprime tuvo su impacto en todo el mundo, pero fue Europa la que sufrió sobremanera. Se tradujo en altas tasas de quiebras empresarias, desocupación, miedo y, al mismo tiempo, resquemor frente al extraño.

Ya a fines del siglo XX ingleses y franceses se quejaban de los obreros polacos y de los que provenían de Europa del Este, la que en su momento fue comunista, dominada desde el Kremlin. 

Los europeos occidentales planteaban su mal humor porque los del Este, decían, arribaban para robarles el trabajo. Ese temor se tradujo en odio y en el aparente resurgimiento de teorías políticas totalitarias, ya caducas.  

De pronto, fotos publicadas en los diarios mostraban grupos de manifestantes con el brazo levantado, al estilo fascista y nazi.

Con la llegada de millones de emigrantes que provenían de Medio Oriente y de África, los prejuicios se incrementaron. Solo en Alemania, la dirigente Angela Merkel facilitó la instalación de dos millones de personas corridas por el hambre y las guerras.

El Mediterráneo se convirtió en un gran cementerio para los que cruzaban desde el Sur y desde el Este en botes precarios o en embarcaciones que se terminaban hundiendo, porque así los mandaban los traficantes que cobraban en dólares para el cruce.  

La Unión Europea y varias organizaciones humanistas organizaron patrullas en el mar para socorrerlos y cumplieron una excelente tarea. Desafiaron a los políticos del viejo continente que se oponían al arribo de los desesperados y les negaban puertos para desembarcar.

Igual clima de alta intolerancia se extendió en el territorio que había sido de los comunistas. Viktor Orbán, líder húngaro, alambró las fronteras de su país impidiendo el paso de extranjeros. Su lenguaje era, y sigue siendo, de odio e intolerancia agresiva. Con los años Orbán se aferró al poder y a las estrategias para perpetuarse.

En París y en otras grandes ciudades se amontonaron los recién llegados sin papeles de identidad en campamentos a la vera del río Sena o en el puerto de Calais ante la negativa de paso hacia Inglaterra.

Los europeos estaban contradiciendo experiencias anteriores de importantes emigraciones, fomentadas por los mismos gobiernos, como mano de obra barata. Turcos, yugoslavos y árabes se asentaron en esos países y se integraron.

Los que llegaron en la década del '60 o del '70 se convirtieron en abuelos o bisabuelos de las actuales generaciones y adoptaron la ciudadanía que se les ofrecía. Otros no tuvieron mucha suerte y habitaron los suburbios de las grandes capitales. Son los sitios donde los jóvenes sin oportunidades no estudian, no consiguen trabajo y originan actos de destrucción sin motivo alguno.

El cine y los libros muestran el despliegue racista en la población. En la serie española Mar de Plástico, disponible en la plataforma de Netflix, hay escenas de crueldad de habitantes del sur de la península contra los emigrantes árabes. En el primer capítulo, atan a un hombre joven a un poste, lo rocían con combustible y por poco prenden un fósforo.

No resulta extraño que haya surgido en Andalucía y Almería, las provincias pobres de España, el partido nacionalista VOX que ya adquirió dimensión nacional con una larga propuesta de rechazo a los emigrantes .

En la misma plataforma, en la serie Carlo & Malik no se oculta el odio de intensidad de muchos italianos contra los humanos de piel morena. Ambos protagonistas son policías y, puntualmente, Malik es de origen africano. Sobrevivió, a muy corta edad, del hundimiento del vehículo que lo trasladó desde el otro lado del mar, pero en el mismo accidente perdió a su madre. Fue criado y protegido por una benefactora que lo trató como a un hijo.

Por lo tanto Malik no es extranjero, es tan italiano como cualquier otro. Sin embargo los "otros" lo convirtieron en ciudadano de segunda. Y siente el expandido prejuicio a cada momento. Los presos o incriminados se resisten a un policía negro.

Otra serie, Califato, muestra el mundo de los descendientes de emigrantes de origen musulmán que se asentaron en Suecia. Los padres olvidaron las costumbres anteriores y sus mandatos. Sus hijos, marginados por la sociedad, sometidos a burlas, se refugian en una ortodoxia religiosa ciega y peligrosa.

Hay un reciente y dramático caso en Italia. Una ciudadana, Silvia Romano, de 24 años, regresó en las últimas semanas al país después de 18 meses de estar secuestrada por el grupo yihadista Al-Shabbaab. 

Un parlamentario que pertenece a la Liga del Norte en la Cámara Baja, con ideología excluyente de emigrantes, la definió como "neoterrorista". Aprovechó esa oportunidad para hacer política y criticar al gobierno italiano que, supuestamente, pagó por su rescate.

El ataque del diputado es uno de los tantos que recibió Romano. Ella declaró que no había sufrido violencia durante su cautiverio y que se había convertido en musulmana. El primer ministro Giuseppe Conte fue al aeropuerto a recibirla. No obstante, fue vapuleada en las redes sociales. La llamaron traidora, la acusaron de ser parte de una célula terrorista, la acorralaron y agredieron de mil formas. Un concejal independiente de la región del Véneto pidió que la colgaran.

La Iglesia católica se puso de parte de Silvia Romano, en voces como las del presidente de la Conferencia Episcopal italiana y el párroco de la iglesia que frecuentaba. L'Osservatore Romano, diario oficial del Vaticano, publicó que los "juicios inmundos" en su contra son "la negación más clara e innoble del mensaje cristiano".

Así está Italia y Europa, en medio de la pandemia del Covid-19.