Dado el aislamiento preventivo y las restricciones de movilidad en ocasión del COVID-19, el teletrabajo se impuso como alternativa global a la presencialidad. La Argentina no estuvo ajena a este escenario y en pocos meses, la cantidad de personas con posibilidad de trabajar a distancia se triplicó: pasando de representar un 6,5% a un 22% (INDEC, primer y segundo trimestre de 2020, respectivamente).

Esto generó una situación disruptiva en el ordenamiento jurídico, dado que la norma rectora de las relaciones laborales (Ley Contrato de Trabajo, N° 20.744) no contemplaba ni definía esta modalidad. La respuesta parlamentaria no tardó en llegar: en cinco meses se sancionó el régimen legal del Teletrabajo (N° 27.555). La norma, de reciente reglamentación (Res. 54/2021), entrará en vigencia a partir del 1° de abril de 2021.

Sin embargo, el empleo remoto no alcanza a todos los sectores de la población. De acuerdo a observaciones actuales, en nuestro país se concentra en grupos sociales de alta calificación e ingresos, intensivos en conocimiento (enseñanza, servicios profesionales, actividades científicas, técnicas y aquellas vinculadas a la información y comunicación) y trabajadores formales, en su mayoría (CEDLAS, 2020; CIPPEC, 2020). 

Vale decir entonces que no todos los puestos de trabajo son teletrabajables y tampoco lo serán: según proyecciones, aún si se lograran sortear las limitaciones tecnológicas existentes, "un 40% de los trabajos no tienen ninguna posibilidad de realizarse en forma virtual" (Albrieu, 2020). Pero además, cabe destacar que no todas las personas que trabajan desde el hogar pueden ser catalogadas como teletrabajadoras. Es que el trabajo a domicilio abarca mucho más que el teletrabajo: se trata de un conjunto heterogéneo, complejo, en el que coexisten al menos tres perfiles de trabajadores que deben lidiar con las implicancias de esta modalidad, “desde los trabajadores empobrecidos industriales a domicilio hasta los teletrabajadores altamente cualificados, profesionales y de puestos directivos” (OIT, 2020) e incluso, trabajadores domésticos y de plataforma.

Entonces, ¿qué tienen en común estos trabajadores, además de prestar un servicio por fuera de las instalaciones del empleador? ¿Qué es y qué implica el trabajo a domicilio? A modo de contribución, la OIT publicó Trabajo a domicilio: de la invisibilidad al trabajo decente, un informe que estudia el tema y propone orientaciones para fortalecer el trabajo decente en ese ámbito. 

En cifras. Según estimaciones, existían 260 millones de trabajadores basados en el domicilio (TBD) en 2019, antes de la pandemia: lo que representa el 7,9% del empleo mundial. Históricamente, este universo de trabajadores no supera el 15% del total de la fuerza de trabajo de aquellos países con datos oficiales sobre el tema. A excepción de Asia y el Pacífico que concentran el 65% del total de los TBD del mundo, el equivalente a 166 millones de personas (OIT, 2020). 

No tan diferentes. La mayoría de quienes trabajan con base en el hogar son mujeres. “Como tiene lugar en las casas, no es sorprendente que el trabajo a domicilio sea una modalidad de producción con una marcada dimensión de género. Las mujeres de todo el mundo siguen soportando la carga del trabajo de cuidados no remunerado”, destaca el documento referenciado.

Salarios inferiores. Quienes trabajan a distancia ganan comparativamente menos (13% acorde al promedio mundial) que el resto de los trabajadores, incluso entre las profesiones más calificadas. Los porcentajes varían en función de cada país: en Argentina, India y México el salario se reduce a la mitad y en Sudáfrica, un 25% menos.

Mayor flexibilidad, más incertidumbre. “Los trabajadores a domicilio trabajan en promedio menos horas al día que los que trabajan fuera de casa, pero sus horas son más inciertas” (OIT, 2020). Es así que, por ejemplo, los trabajadores de plataformas (Pedidos Ya, Rappi, Glovo) pueden tener jornadas de trabajo intermitentes, con períodos intensos en ciertas franjas horarias. En tanto, la preocupación de los teletrabajadores radica en el desdibujamiento entre la jornada laboral y los tiempos personales.

Informalidad, desprotección y baja capacidad organizativa. La informalidad es otro de los riesgos identificados como comunes y transversales a quienes trabajan desde el domicilio. Los datos son alarmantes en este punto: en los países de ingreso bajo y mediano, el 90% de los TBD son informales (OIT, 2020). 

Trabajos inestables, precarios, temporales, desprotegidos. Por falta de regulación o vacíos normativos, los TBD son rotulados como “independientes”, observándose bajos niveles de protección social. Este obstáculo compromete el acceso a otros derechos y garantías laborales básicas, como el acceso a la salud, a la jubilación, al crédito e incluso, a la organización y negociación colectiva. 

Al respecto, la OIT señala que la dispersión geográfica y los límites legales para la formación de sindicatos entre los trabajadores a domicilio actúan como condicionantes para la capacidad de organización colectiva: sucede que “muchos trabajadores industriales a domicilio no se identifican como trabajadores, no conocen sus derechos legales y trabajan aislados en sus casas” (OIT, 2020). 

Trabajo decente. Superar las desigualdades descritas requiere de grandes esfuerzos intersectoriales y multinivel. En este camino, la OIT generó el Convenio 177 (y su Recomendación 184) que propone recomendaciones específicas para asegurar la igualdad de trato entre los asalariados en general y trabajadores a domicilio. Sin embargo, a 25 años del Convenio, solo 10 de los 187 Estados miembros de la OIT lo han ratificado (Argentina es uno de ellos desde 2006). 

Es necesario que el trabajo en el ámbito doméstico también encuentre protección, sea que se esté “tejiendo ratán en Indonesia, fabricando manteca de karité en Ghana, etiquetando fotos en Egipto, cosiendo máscaras en Uruguay o teletrabajando en Francia” (OIT, 2020). En todos los casos, se trata de pasar de la invisibilidad al trabajo decente.