A mediados de 1974, Richard Nixon, que en la elección presidencial de 1972 había cosechado un contundente 61% de los votos, estaba librando una batalla política y de opinión contra el Congreso de los Estados Unidos por las facultades presupuestarias del Presidente. El órgano legislativo objetaba el amplio control que mantenía el Ejecutivo sobre la formulación, la ejecución y la información presupuestaria, cuestionaba la objetividad de las evaluaciones producidas por funcionarios de la presidencia y se irritaba ante el bloqueo que le hacía la administración a los programas que él generaba. Lo que se dice, “un señor conflicto de poderes”. El Congreso también se lamentaba de su falta de capacidad institucional “para establecer y hacer cumplir las prioridades presupuestarias, coordinar acciones sobre el gasto y la legislación sobre ingresos, o desarrollar información presupuestaria y económica independientemente del poder ejecutivo”. Nixon, que ya venía duramente golpeado por el escándalo Watergate, se vio obligado a aceptar la sanción de la “Ley de Control de Bloque y Presupuesto del Congreso” que, entre otras cosas, crea la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por su sigla en inglés). La CBO iba a proporcionar al Congreso “la clase de información y análisis que necesita para trabajar en pie de igualdad con el poder ejecutivo”. Dos meses más tarde, Nixon presentaría su renuncia al cargo de Presidente, la cual no fue producto de esa disputa de poder financiero con el Legislativo, sino de estar al borde de una interpelación parlamentaria como consecuencia de que el fallo del Gran Jurado en la investigación del espionaje a las oficinas del Partido Demócrata lo había declarado copartícipe de conspiración para obstruir la acción de la justicia. 

La CBO ha estado en funcionamiento y desarrollo desde entonces, conservando su característica basal de organismo técnico y no partidario, lo que le ha permitido obtener niveles altos de credibilidad y reputación profesional. El fondo del debate que precedió a su aparición, referido a la concentración de facultades presupuestarias, no es para nuestra realidad actual una cuestión abstracta. Es un tipo de organización a tener en cuenta si la necesidad institucional reviste la forma de desconcentrar el poder decisorio, reequilibrar la influencia normativa del Poder Ejecutivo y compensar el dominio que éste tiene sobre la información financiera, económica y social. De esta manera, el Congreso estaría más capacitado para retomar el ejercicio de sus genuinas atribuciones constitucionales en materia de formulación presupuestaria. Ello supone, además, tener mayor capacidad de iniciativa financiera propia y de análisis de las propuestas que vienen del ejecutivo, establecer y realizar un seguimiento en línea de la utilización de las autorizaciones concedidas a la administración y responder acabadamente al desafío de fundamentar la identificación de la fuente de fondos cuando propicie bajar, eliminar o reemplazar tributos regresivos o establecer planes o programas de asignación o transferencias de rentas.

Bien diseñada y operada, y adecuadamente respetada, tendría el efecto de un instrumento de “balance” con la posibilidad de mejorar la calidad y equidad de las políticas fiscales y presupuestarias. Si bien la creación de una Oficina de Presupuesto es un acto propio del Congreso, sin embargo no es conveniente que sea percibida por entero como un pronunciamiento hostil. Lo que se impone, en cambio, es ganar la comprensión en el poder y en la opinión pública de que se trata de una organización a perdurar más allá de las administraciones circunstanciales, con la finalidad de mantener vital, y en constante recreación, la esencia del sistema de gobierno representativo republicano federal.

Hugo Quintana