La palabra, cada palabra, encierra una magia a descifrar.

Pronunciar esa palabra es un conjuro ancestral, una invocación para que algo suceda. Un llamado que nos interpela desde un significado que desafía al hablante a cumplir lo que esa palabra contiene.

Tal vez por eso estoy en deuda con algunas palabras.

A la palabra "tiempo" la invoqué de apuro y la hice destiempo. Declamé "perdón" mientras intrigaba rencor.

Y puedo sumar las repetidas “gracias”, “ahora”, “prometo”, “sí”, “no”, “seguro” y tantas otras.

Pero “amor” es la palabra a la que más le debo. ¿Cuántas veces dije amor mientras decía otra cosa? Tal vez fue “hamor” o “ammor”. Lo oral puede hacerle trampa a la ortografía y, bien pronunciado, se engaña el sentimiento ajeno.

También dije amor de verdad y no me creyeron y, precavido, callé amor.

¿Quién sabe? Puede que a mi deuda con la palabra amor le espere una condena a escribir eternamente el fallido “amor” en un cuaderno de renglones infinitos.

Al menos hasta que la haga verdad.