Existen historias reiteradas hasta el cansancio que demuestran como los servicios, para usar una expresión que sintetiza todo ese complejo y a menudo siniestro universo, escapan del control de las autoridades formales supuestamente a cargo de sus actividades. En Estados Unidos, por ejemplo, se estima que existen por no menos de quince agencias federales dedicadas a la recolección de inteligencia y realización de operaciones (muy a menudo de naturaleza criminal, como la eliminación de enemigos, reales o supuestos) dentro y fuera del país, con intereses encontrados y no pocas veces violentamente enfrentadas entre sí. Lleva años el presidente Barack Obama tratando de racionalizar y controlar ese turbulento submundo de la política, hasta ahora sin logros significativos. No muy diferente es la historia de las agencias de inteligencia en otras partes del mundo y, por eso, la Argentina no podría ser la excepción. Se trata de una iniciativa importante, necesaria, largamente demorada desde los inicios mismos de nuestra vida democrática pero cuyos esperados resultados difícilmente podrán ser alcanzados en corto tiempo. La experiencia internacional indica que restructuraciones de este tipo se procesan y miden en años, no en meses, y que requieren de un cuidadoso y democrático proceso de elaboración pues de lo contrario terminan siendo apenas letra muerta, empeorando la situación que se pretendía mejorar.

La misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman precipitó el envío al Senado de la Nación, con fecha 29 de Enero del 2015, de un proyecto de ley que dispone la creación de la Agencia Federal de Inteligencia y la disolución de la flamante Secretaría de Inteligencia (ex SIDE). La nueva propuesta oficial, llamada a sustituir la Ley de Inteligencia Nacional aún en vigor (Ley 25.520 del 27 de Noviembre del 2001) se propone, tal cual lo expresa en su Artículo 1º, establecer el marco jurídico en que desarrollarán sus actividades los organismos de inteligencia, conforme a la Constitución Nacional, los Tratados de Derechos Humanos suscriptos y los que se suscriban con posterioridad … y a toda  otra norma que establezca derechos y garantías. Propósito loable, sin duda, pero de harto difícil concreción. Uno de los problemas con que tropezará esta iniciativa es la fuerte continuidad institucional que ligará la AFI con los organismos que la precedieron. El personal que hasta el momento se desempeña en la SI será transferido al nuevo organismo, así como los bienes, archivos, activos y patrimonios de la organización precedente. La pregunta es inevitable: habida cuenta de los hechos recientes, de dominio público, ¿no será imprescindible establecer un mecanismo de re-selección para purgar a la nueva institución de elementos indeseables heredados de un pasado plagado de sospechas, para no hablar de otros factores que también hacen a la perniciosa continuidad institucional de un organismo que tiene en su ADN la marca de la dictadura cívico-militar? La evidencia de una trama corrupta en donde conviven promiscuamente ciertos funcionarios de los servicios con otros del poder judicial, de la dirigencia política, del periodismo, con miembros de agencias de terceros países como Estados Unidos e Israel, de las distintas ramas de las fuerzas armadas y de la administración pública en todos sus niveles, vinculados también al crimen organizado, obliga a proceder con extrema rigurosidad en la conformación del plantel de funcionarios de la AFI porque, de lo contrario, sólo se estaría ante un mero cambio de nombre que en nada modificaría la preocupante situación actual. Para ni hablar de la política a seguir ante las otras agencias de inteligencia vinculadas a las fuerzas armadas o las policías. Ante esto, lo menos que puede decirse es que la exigencia del nuevo proyecto en el sentido de obligar al personal de la SI a presentar sus declaraciones juradas y la recomendación de que se ejerza un control más estricto de sus actividades revela un grado sorprendente de ingenuidad oficial.

Serían muchos los aspectos polémicos de la nueva propuesta que no es posible tratar en esta breve nota. Quisiéramos insistir tan sólo en uno: la necesidad de proceder a una discusión amplia del asunto, evitando que una decisión tan significativa surja tan sólo del enrarecido ámbito del Congreso Nacional. Si algo enseñó la llamada Ley de Medios es que su alto grado de legitimidad popular, más allá de las dificultades con que tropieza su aplicación concreta, brota de la amplia participación que supo tener la ciudadanía en la discusión de sus contenidos a lo largo de más de dos años. Sería aconsejable no arrojar por la borda esa preciosa lección, sobre todo cuando se pretende crear una institución de tan fundamental importancia como la AFI y que está llamada a afectar la vida de millones de argentinos, nuestra seguridad personal y la calidad del régimen democrático. La urgencia no debería conspirar contra la calidad de la iniciativa y nada mejor que una amplia discusión popular para producir una pieza legislativa que cumpla a cabalidad con la premisa moral con que se introduce el proyecto: poner los servicios de inteligencia del país al servicio de la Democracia, la Constitución y los Derechos Humanos. Y esto difícilmente puede lograrse en el vértigo de una discusión a plazo fijo y encerrada en los recintos del Congreso.