Uno de los elementos cruciales de una democracia de ciudadanas y ciudadanos es la credibilidad de que goza la gestión gubernamental. Esto es válido no sólo en el nivel nacional sino también en los planos provinciales y municipales. En la Argentina, producto de una larga historia de dictaduras militares y de gobiernos civiles que cohonestaron el despojo de los privados (caso de la crisis de la convertibilidad y la pesificación asimétrica), en general la confianza en el Gobierno es baja. Sospechas de todo tipo socavan la credibilidad de lo que los gobiernos dicen y, en algunos casos, también de lo que hacen. Una encuesta realizada entre septiembre y octubre de 2010 por MBC Mori Consultores para Latinobarómetro comprobó que sólo el 36% de los entrevistados confiaba en el Gobierno, cifra que se hacía aún menor en caso de los partidos políticos, 21%. En otras palabras, sólo uno de cada tres argentinos tiene confianza en el Gobierno y uno de cinco en los partidos políticos. El promedio latinoamericano se sitúa, en el primer caso, en un 45%, nueve puntos por encima de la Argentina. Los partidos políticos, desacreditados en casi toda la región, merecían la confianza del 23% de los latinoamericanos, contra el 21% de los entrevistados argentinos. En todo caso conviene recordar que en ese momento previo al fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner-, el índice de aprobación de la gestión presidencial en la Argentina era del 40% o sea, un poco más que la confianza que suscitaba el Gobierno. Estos datos, por más que, como siempre sucede con las encuestas, hay que tomarlos con pinzas, revelan un asunto que no puede dejar de preocuparnos y que tiene raíces en la historia pero también en cierta forma de gestionar del Gobierno actual, que alimenta esas actitudes.

Un caso paradigmático lo constituye la situación del INDEC, organismo que fue intervenido en los tramos finales de la presidencia de Néstor Kirchner y que contribuye a debilitar la confianza en el Gobierno. Más allá de las razones aludidas en su momento para esa operación, relacionadas con el pago de los intereses de la deuda externa, lo cierto es que para la ciudadanía las cifras que divulga ese organismo sobre la evolución de los precios y la inflación equivalen a una burla que reflejaría, según el sentir de algunos sectores, el menosprecio que la Casa Rosada tendría en relación a los grupos más vulnerables. No hace falta ser un premio Nobel de Economía ni acudir a las consultoras privadas sumamente desprestigiadas casi todas ellas- para constatar los alcances de ese doloroso engaño. Basta cotejar las cifras oficiales del INDEC con las que producen organismos análogos en provincias gobernadas por el Frente para la Victoria -como el Chaco, por ejemplo- para descubrir el engaño: las últimas que fueron dadas a conocer, correspondientes a marzo, son casi idénticas a las que publicaron algunas de las consultoras que supuestamente estarían manipulando sus datos para perjudicar al Gobierno. Por otra parte, el hecho de que gremios cuya dirigencia se encuentra en total sintonía con la Casa Rosada (camioneros, por ejemplo) hayan solicitado reajustes salariales del orden del 24% es una muestra elocuente del hiato que separa el país de fantasías con una inflación de casi un dígito y el país real de los trabajadores y consumidores. Sindicatos no alineados con el Gobierno han reclamado reajustes salariales del orden del 30-35%. Sea cual sea la inflación real, y aquí hay importantes consideraciones metodológicas que deben ser evaluadas, el consenso no sólo entre los especialistas sino fundamentalmente en la población, y sobre todo entre los más pobres, es que las cifras oficiales no son verdaderas y que el INDEC miente. Y esto, obviamente, no le hace bien al Gobierno nacional: deteriora su imagen y genera tensiones innecesarias con gobiernos provinciales aliados, o propios, y con los propios actores que, como en el caso del sindicalismo, suelen ser descriptos como la columna vertebral del Gobierno y garantes de la continuidad del modelo.

Lo grave es que a casi cuatro años de la desafortunada intervención al INDEC que inclusive ardientes partidarios del Gobierno no dudan en escribir con una k al final, INDEK- no se notan señales de que haya una firme decisión  para corregir el rumbo y normalizar la situación. Dejemos por un momento de lado el tema de la aberrante existencia de intimidatorias patotas totalmente ajenas a la institución, como ha sido reiteradamente señalado por los trabajadores de ese organismo, y concentrémonos en el punto central: la producción de información objetiva y veraz, necesaria para que los trabajadores puedan defenderse de los ataques de la inflación y que el Gobierno pueda desenvolverse con mayor eficacia en su gestión. Al no contar con cifras confiables, los primeros no disponen de elementos efectivos para librar su batalla redistributiva con el capital, mientras el segundo se expone, innecesariamente, a un desgaste que podría y debería ser evitado, sobre todo en un año de elecciones. Quienes también se han visto perjudicados por esta situación son los científicos sociales, para los cuales la confiabilidad y validez de los datos producidos y difundidos por ese organismo constituyen insumos irreemplazables para sus estudios e investigaciones. Hoy es muy difícil poder decir si la situación de inequidad económico-social del país ha mejorado o empeorado, porque no existen datos fidedignos sobre los cuales fundamentar una conclusión. Las consultoras privadas no pueden ofrecerlos, y lo que ofrece el INDEC no sirve. Sorprende por eso el silencio de los científicos sociales ante esta situación. Porque aún los más fervorosos partidarios del actual Gobierno deberían saber que esto no beneficia sino que perjudica al Gobierno. Sus órganos representativos tendrían que exigir el cese de la intervención y crear un comité de especialistas para que proponga un plan de trabajo para la normalización institucional y científica del organismo. La reunión de las autoridades del INDEC con representantes de las universidades terminó en un rotundo fracaso. Es urgente y necesario que la comunidad de los científicos sociales instale una vez más el tema en la agenda gubernamental. La débil confianza en las instituciones de la democracia y sobre todo del Gobierno no presagia nada bueno para el futuro de este país.