El Congreso, como pilar fundamental del sistema democrático, desempeña un rol que trasciende la mera creación de leyes. Su función en el equilibrio de poderes, a través de la fiscalización del Ejecutivo y la participación en la designación de jueces, resulta esencial para garantizar la transparencia y fortalecer la República. 

Los recientes incidentes de descalificaciones y enfrentamientos en la Cámara de Diputados no hacen más que socavar el debilitado prestigio del poder legislativo, generando inquietud acerca del respeto por la ética, el decoro y la dignidad que debería distinguir a sus miembros. Desde el ejercicio del control ciudadano, resulta pertinente reflexionar sobre la necesidad de recuperar dichos atributos como pilares indispensables para restaurar la confianza ciudadana y consolidar los fundamentos de nuestro sistema político.

En nuestro país, el poder legislativo encuentra su máxima expresión en el Congreso Nacional, compuesto por Diputados y Senadores. Ambas Cámaras, aunque fundadas en el principio de representación popular, responden a lógicas complementarias y de funciones de control específicas: los Diputados representan directamente al pueblo argentino, mientras que los Senadores lo hacen a las provincias y Ciudad de Buenos Aires. Este equilibrio entre representaciones refuerza el carácter federal, republicano y representativo de nuestro sistema democrático, y asegura una visión integradora y de doble control en la creación de normas que impactan a la Nación en su conjunto, en una dinámica muy precisa descripta en el capítulo quinto “De la formación y sanción de las leyes”, a partir del artículo 77 y siguientes de la Constitución.

Con luces y sombras, la función principal del Congreso implica la deliberación y sanción de leyes que respondan al bien común y, en muchos casos, la modificación de legislación preexistente para adaptarla a las nuevas necesidades de la sociedad, como sucede en cualquier país con sistemas similares al nuestro. La Constitución Nacional establece con claridad las atribuciones de este órgano, delineando no solo los temas sobre los cuales puede y debe legislar, sino también las limitaciones que le corresponden. 

Este marco constitucional además regula la interacción entre los distintos poderes, promoviendo un sistema republicano, que de cumplirse al pie de la letra debería ser mucho más sólido que el actual. La participación, tanto del Congreso como del Ejecutivo en la elaboración de leyes, refleja el delicado balance de poderes que sustenta nuestra democracia y que fuera previsto por los constitucionalistas fundadores.

Sin embargo, como ya sabemos, el Congreso no es solo el epicentro de la actividad legislativa. También tiene a su cargo la fundamental tarea de ejercer el control sobre el Ejecutivo, función que se manifiesta a través de diversas herramientas. Desde la solicitud de informes e interpelaciones al gabinete presidencial hasta el trabajo de la Auditoría General de la Nación, el seguimiento de las Cuentas de Inversión o la posibilidad de iniciar un juicio político, mecanismos por los cuales el Congreso desempeña un rol clave en la rendición de cuentas y en la promoción de la transparencia gubernamental. 

Además, la publicidad de sus actos es una herramienta esencial para que la ciudadanía pueda evaluar el cumplimiento de los mandatos conferidos, fortaleciendo así la confianza en las instituciones, y sus integrantes que ocasionalmente ocupan una banca: rol de máxima responsabilidad y prestigio en la república, o al menos así debería ser.

Los enfrentamientos personales afectan no solo la credibilidad de los legisladores, sino también la confianza de la ciudadanía en el sistema democrático.

Es precisamente por este rol central en nuestro sistema que los recientes acontecimientos en la arena política han puesto en evidencia un tono en la dinámica y las discusiones del Congreso, que no serían el mejor ejemplo para un país con múltiples problemas irresueltos y con “carencias hirientes” en gran parte de su población. Escándalos marcados por faltas de respeto, peleas públicas y actitudes que erosionan la confianza ciudadana generan interrogantes sobre el comportamiento ético y profesional de quienes representan a la sociedad en esta institución clave. Este desgaste no ayuda en lo absoluto a consolidar la democracia y la república, y fomentar la participación ciudadana tan necesaria en nuestros tiempos.

Desde nuestra visión de simples ciudadanos, consideramos que el Congreso debe ser, por definición, un espacio de debate de ideas del más alto nivel técnico y profesional, con un amplio plafón de diálogo y respeto mutuo sin importar las pertenencias partidarias. La diversidad de opiniones, inherente a una sociedad plural, debería enriquecer las discusiones y propiciar soluciones representativas. 

Sin embargo, cuando las diferencias ideológicas se traducen en enfrentamientos personales y descalificaciones, el valor del debate se desvirtúa, y el respeto por la institucionalidad y esa alta representación se resquebraja. Los episodios recientes, que no son nuevos, y han ocurrido en diferentes momentos de nuestra historia, nos obligan a reflexionar sobre cómo dichas conductas afectan no solo la credibilidad de los legisladores, sino también la confianza de la ciudadanía en el sistema democrático.

Y es que los miembros del Congreso tienen una responsabilidad que trasciende sus intereses individuales y partidarios. Representan la voluntad de millones de ciudadanos que esperan de ellos un compromiso serio y honesto con la democracia. Por ello, la ética, el decoro y la madurez política no son cualidades opcionales, sino requisitos indispensables para ocupar un lugar en esta institución. El poder legislativo, más que un privilegio, es una responsabilidad que exige altura moral y coherencia con los valores republicanos.

En este contexto, resulta esencial que los legisladores recuerden que su comportamiento es observado y evaluado constantemente por una sociedad que exige transparencia, profesionalismo y compromiso con los valores democráticos, toda vez que el poder legislativo es el símbolo de la representación del pueblo. Cada legislador lleva consigo la voz de miles de ciudadanos que han depositado su confianza en él. Esa responsabilidad implica no solo decisiones acertadas desde un punto de vista técnico y político, sino también una actitud que honre la dignidad del cargo. La capacidad de construir consenso, de escuchar y respetar al otro, es fundamental para revitalizar el prestigio en la institucionalidad.

En nuestra historia, episodios de violencia e intolerancia en el ámbito legislativo han dejado una huella imborrable. Uno de los más impactantes ocurrió el 23 de julio de 1935, durante la Década Infame, cuando el senador Lisandro de la Torre, conocido como el "Fiscal de la Patria", fue víctima de un intento de asesinato en plena sesión del Senado. En medio del tumulto, el senador Enzo Bordabehere, compañero de bancada, se interpuso para protegerlo y perdió la vida. Este trágico episodio subraya los costos de la intolerancia y la violencia, recordándonos la importancia de preservar la férrea defensa de las posiciones e ideas pero desde la tolerancia y el respeto.

El atentado, conocido como el "Asesinato en el Senado", dio origen a obras literarias y cinematográficas, marcando un punto de inflexión en la lucha contra la corrupción y el abuso de poder. Este trágico episodio expuso las tensiones políticas y la violencia que caracterizaban aquella etapa de nuestra historia como nación. La muerte de Enzo Bordabehere simbolizó el precio humano de defender los valores republicanos y la transparencia en la gestión pública. Desde el distante arcón del tiempo, su sacrificio sigue resonando como un recordatorio de la importancia de la integridad y las conductas decorosas que deben observar quienes representan a la ciudadanía

La democracia, después de todo, se construye también mediante el diálogo, el respeto mutuo y el compromiso ético de quienes deben defenderla y honrarla, es decir, todo el pueblo de la Nación con sus representantes en primera línea.

En tal sentido, el Congreso no solo tiene el deber de legislar, sino también de actuar como garante de la transparencia y el respeto en el ejercicio del poder. Debería ser un espejo que refleje ideas y acciones democráticas ejemplares, desde donde sus integrantes reafirmen la conducta y la honorabilidad que el cargo demanda. Solo a través de este compromiso podrá fortalecerse la confianza ciudadana y revitalizarse el rol fundamental de esta institución en el sistema democrático.