La megamáquina burocrática
Shila Vilker, docente, investigadora y secretaria académica de la carrera de Comunicación de la UBA, reflexiona sobre el camino que transita el Estado desde las críticas por su gigantismo hacia el reconocimiento de su lugar como garante de los derechos ciudadanos. Las suspicacias sobre su funcionamiento y el rol de los empleados públicos.
Han pasado los años en los que se escuchaba despotricar contra el gigantismo estatal y sus burocracias. Hoy se comprende que la plena vigencia de los derechos -y con ello la constitución de una ciudadanía más cabal- requiere de la participación activa de sus instituciones. Esto significa que el Estado ha pasado a ser paulatinamente reconocido como un actor sobre el que recaen un sinnúmero de responsabilidades indelegables orientadas al bienestar y a la mejora de las condiciones de vida de los habitantes.
Más allá de la centralidad que el Estado ha llegado a ocupar en la vida de las personas, aún perviven sospechas densas sobre sus instituciones y la lógica que éstas ponen en práctica. Las suspicacias se dan en un triple nivel. Por un lado, sobre el funcionamiento burocrático en sí mismo; en este caso, la crítica se orienta a la ineficiencia -altos costos, escasos resultados- y a la corrupción de poca monta -asentada sobre la creencia de que "es necesario aceitar la máquina"-. Por el otro, el Estado se imagina fetichizado y objeto manipulable del poder propiamente político del gobierno -el Estado como el botín de los botines políticos-. En tercer lugar, como sede de un poder que reproduce la desigualdades en lugar de corregirlas; aquí aparece desfasado de sus funciones primeras y alejado de la ecuanimidad: sus principales beneficiarios no son los más necesitados, sino aquellos que están en condiciones de acceder a los nudos de poder formal, sea por su posición o por sus capitales, mientras que a los sectores más postergados solo les queda acceder a través de los mediadores entre los recursos del Estado y sus carencias -los punteros-.
Hay tanto de cierto en estas críticas como de falsedad. Desde una perspectiva intuitiva, estas son dimensiones que recubren aspectos inherentes al funcionamiento estatal. Pero en una sociedad estadocéntrica, la complejidad de la institución no acaba sino en pliegues y más repliegues.
El Estado, o tal vez deberíamos hablar de "la esfera estatal", puede ser comprendida como una megamáquina: esto es, una máquina de máquinas compuesta por la articulación jerárquicamente organizada de hombres, funciones, recursos, y requisitos formales. En tal sentido, el dominio práctico del Estado como un organismo capaz de llevar adelante acciones políticas -las políticas públicas son ante todo acciones de este tipo- se sostiene sobre un dominio práctico encriptado y autónomo. Esta separación e ilegibilidad lo distancian de la ciudadanía; pues sus mecanismos le resultan opacos. Pero son también estos saberes formales y burocráticos los que permiten garantizar una continuidad más allá de las gestiones políticas. Por ello, lo que se conoce como "la línea" -los agentes o empleados formales del Estado con los conocimientos necesarios para "poner en acto" las políticas públicas- se transforman en -y operan como- garantes de una persistencia que trasciende las gestiones. La gestión pública tiene en ellos, a veces en extremos conservadores, los custodios formales de la letra política.
A su vez, estos agentes -que, a qué dudarlo, a veces tienen el rostro y los modales de la empleada estatal de Gasalla- componen un cuerpo transpolítico en tanto y en cuanto provienen de distintas gestiones de gobierno. Las capas geológicas de empleados estatales suponen una autonomía relativa del Estado respecto del poder político de coyuntura y lo implican tanto hacia adelante como hacia atrás. Por ello, así como el funcionario deberá muchas veces padecer sus ritmos y exigencias, tendrá en ellos, el día de mañana, aquel que defienda la persistencia de las novedades que éste ha inaugurado. Este empleado, parodizado por unos y padecido por otros, es una especie de cinta de montaje capaz de automatizar la megamáquina. En tanto corazón de la burocracia, este funcionamiento inherente a la esfera estatal constituye el ejercicio máximo de racionalización del contrato mágico que suscribe la ciudadanía y el gobernante.
Aunque resulte contra-intuitivo y políticamente incorrecto, haremos bien en cuidarnos de disparar a la ligera críticas a la burocracia. Quien desde el sentido común la crítica, no hace más que disparar contra el Estado, que no habla otro idioma que aquel que cruza política y burocracia. Por ello, cuando defendemos y pedimos más Estado -entendido como garante de derechos ciudadanos- estamos, al mismo tiempo, solicitando burocracia. A pesar de las críticas que podamos oponerle -la más de las veces ciertas y consistentes-, la burocracia activa un freno contra las formas más regresivas de la autocracia.