Si mal no recuerdo Noe Jitrik también señalaba que aquel libro sobre el caudillo riojano se podía leer como una obra literaria, a todas luces ficcional, pero también como un tratado político. Leopoldo Lugones, en cambio, eligió presentar al Cóndor de los Andes, al hombre que la naturaleza había dotado en grande, y elige mostrar sus rasgos montañosos, es decir su gran carácter. Ricardo Rojas, Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, han trabajado otras vertientes, al igual que Jaime Pelicer, quien llama a leer el Facundo en clave necrológica.

La presidenta Cristina Fernández no se privó, previa lectura del libro que mostró en mano por la cadena nacional de los periodistas Diego Valenzuela y Mercedes Sanguineti, Sarmiento periodista (ed. Sudamericana, 2012), de sugerir otra vía de interpretación: leer a Sarmiento en clave militante. No se trata de un dato revelador, Sarmiento fue  antes que nada un político. Pues bien, el asunto es que en la línea que la presidenta trazó entre el periodista y el militante se pone sobre tablas una discusión que ha vuelto a instalarse en la sociedad y cuya vigencia reclama el debate de los actores involucrados.

Se sabe que Sarmiento no era precisamente un periodista objetivo, su prosa virulenta y ficcional lo deja más de una vez en evidencia. Precisamente ésta es el resultado de las manipulaciones de un género que Sarmiento transitó con absoluta comodidad: el género biográfico, del que se valió para sobrevivir como exiliado en Chile, y luego para presentarse como héroe cívico, como bien puede versen en sus autobiografías Mi defensa (1843) y Recuerdos de Provincia (1850). Un género que los antiguos griegos consideraban fraudulento por excelencia. Las notas necrológicas o apuntes biográficos publicados en los diarios chilenos El Progreso y El Mercurio, no tienen desperdicio. En ellos convoca a los jóvenes a escribir biografías, la materia primera de la historia. Como a él mismo le ocurrió, Sarmiento es un convencido de que las biografías ponen a la historia al alcance del pueblo. El asunto es que el historiador no debe sólo contar la historia sino además interpretarla, otorgarle un sentido, lo que le aporta al género una utilidad práctica-política, digamos militante.

Por pura conveniencia, Sarmiento, manipulador perspicaz, se niega a corregir algunas de sus exageraciones. Alsina, aliado en su lucha contra Mitre, le señala, por ejemplo, que en La Pampa no puede haber 10.000 estancias, tal como se lee en la primera edición del Facundo y le propone que reduzca su apreciación a tanto sólo 100. Finalmente, Sarmiento accede al pedido y para la segunda edición planta bandera en 1.000. También es conocido su diálogo con Vélez Sarfield, a propósito del carácter ficcional que invade la obra, en el que Sarmiento admite que el Facundo es una mentira, pero replica: ¿acaso no vale más la mentira que la propia verdad?. Los ecos de esta frase retumban en la actualidad.

La lucha desatada entre los medios opositores y los medios alineados con el Gobierno, no se alejan en nada de esta concepción política-didáctica sarmientina, en la que todo es válido en la búsqueda del efecto, de ahí su carácter militante. La prensa de hoy se ha vuelto un campo fértil para estas batallas retóricas. Y la concentración de medios, el arma predilecta para laudar o execrar políticas de Estado. Un juego de suma cero. De ahí la importancia que tiene la Ley de Servicios Audiovisuales, forjada en un debate amplio que involucró a los distintos sectores sociales y terminó de enriquecerse en el debate parlamentario. Su aplicación, todavía demorada, permite imaginar grandes cambios en materia de comunicación: más y mejores medios, y más voces culturales en la calle. La esperanza es que en la promesa de esta nueva ley, los discursos concentrados, incluso los militantes, sean sólo una parte en la marea de información que presupone la futura democratización de la palabra.

*Sociólogo y periodista.