En primer lugar, porque se trata de un texto que no fue sometido a escrutinio público, ni en el Congreso ni a través de los medios de comunicación y, en consecuencia, está abierto a toda clase de sospechas acerca de sus verdaderas intenciones. Si es tan positivo para el bienestar general como se asegura, ¿por qué no se lo da a conocer? Este procedimiento, profundamente contrario a la transparencia que debe caracterizar el proceso decisional en una democracia, recuerda lo ocurrido en los años noventas con el felizmente abortado Acuerdo Multinacional de Inversiones (AMI), negociado en secreto por los principales gobiernos del mundo capitalista e inesperadamente descubierto gracias a un  hackeo realizado sobre la Cancillería canadiense. Fue tan grande el escándalo al conocerse las cláusulas que estaban a punto de aprobar los gobiernos democráticos del Norte que estos no tuvieron más remedio que archivarlo en medio de un bochorno internacional pocas veces visto. Ese tratado era, según la opinión de muchos especialistas, un descarado estatuto que los conglomerados empresariales habían decidido imponer sobre los países receptores de sus inversiones. Los derechos eran todos suyos, las obligaciones de los estados.

Segundo, porque las fragmentarias filtraciones de los  borradores del tratado revelan la existencia de algunas cláusulas de supuesto libre comercio aún más lesivas para la autodeterminación nacional y la soberanía de nuestros pueblos que las que existían en el ALCA. Y esto es perfectamente comprensible. El tratado comenzó a discutirse en el año 2000, y su articulado se refleja el clima ideológico imperante en aquella época. Estancado hasta el 2010 fue retomado con fuerza por una Europa sumida en una profunda crisis y completamente colonizada por el FMI mediante la intercesión del Banco Central Europeo, un aprendiz de neoliberalismo que en su celo ideológico se convirtió en más papista que el Papa y superó el exacerbado dogmatismo de la institución basada en Washington.

Sorprende de sobremanera en este asunto el papel de Brasil, insólito impulsor de la firma de este tratado entre el Mercosur y la Unión Europea, arrastrando tras de sí la voluntad de los gobiernos de Uruguay y Paraguay. Este cambio en la actitud brasileña es elocuente muestra de los límites del tan pregonado pos-neoliberalismo de Brasilia y prueba de los deplorables alcances de la extranjerización del núcleo duro del empresariado brasileño. Hasta ahora la Argentina había sido reticente a avanzar en este proceso pero las últimas noticias hablan de una revisión de esta postura y su alineamiento con la propuesta de Itamaratí. En una negociación que también por estos días mantiene el gobierno de Ecuador con la Unión Europea el presidente Rafael Correa declaró recientemente que lo que se está intentando es lograr un acuerdo y no un tratado de libre comercio, y que para ello resguardará el interés nacional ecuatoriano en temas como acceso a mercados, propiedad intelectual, servicios y contrataciones públicas, un sector que al año mueve 10.000 millones de dólares que favorece a pequeños y medianos empresarios locales. Es harto improbable que la Unión Europea acepte esos condicionamientos impuestos por Quito porque significarían revertir una orientación establecida desde hace más de medio siglo. Sería bueno que los negociadores del Mercosur tomaran nota de estas salvaguardas enunciadas por el gobernante ecuatoriano y evitaran firmar un acuerdo que nada bueno augura para nuestros pueblos.