Editorial I

La demanda de becas por alumnos de algunos establecimientos secundarios de esta capital desencadenó protestas que incluyeron tomas de escuelas, con las consecuentes pérdidas de días de clases, y marchas que alteraron el ya caótico tránsito de la ciudad. La desmesura, una vez más, estuvo a la orden del día.

Un primer intento de solución del reclamo por parte del Ministerio de Educación de la ciudad resultó insuficiente. Un informe emitido por la Defensoría del Pueblo de esta jurisdicción consideró, básicamente, que era un deber la asignación de becas a los alumnos secundarios pobres o indigentes. La cartera educativa revisó su decisión inicial y amplió en un 44 por ciento el total de becas asignadas. El anuncio lo hizo el propio ministro Mariano Narodowski ante la Comisión de Educación de la Legislatura porteña, en el curso de una reunión muy tensa que concluyó de la peor manera, entre gritos, insultos y hasta salivazos contra el ministro por parte de alumnos.

El conflicto se originó a partir de una exigencia formulada por alumnos de la Escuela Normal Nº 2, que presionaron desde el inicio con la toma del establecimiento. En el curso de los días subsiguientes la defensora del Pueblo de la ciudad, Alicia Pierini, pidió un informe al responsable del área de ese organismo, Gustavo Lesbegueris. Ese documento, que afirmaba que correspondería la beca cuando los ingresos de las familias de los alumnos estuviesen por debajo de la línea de la pobreza, obró sobre el gobierno porteño, que amplió en 15.812 el conjunto de becas adjudicadas.

El camino seguido por las autoridades para resolver la demanda puede merecer juicios diversos. Lo que no es admisible es el comportamiento de los estudiantes, relativamente poco numerosos, agitados ideológicamente por fracciones políticas de escasa o nula repercusión en el electorado. Los adolescentes, lanzados al reclamo, siguieron lamentablemente las huellas de otros, como los que protagonizaron las demandas de los colegios universitarios.

Se reiteraron así modos de acción directa que omiten etapas de diálogo y búsqueda de consenso y deciden por sí tanto la suspensión de clases como el ingreso de docentes o autoridades en el establecimiento escolar, lo cual implica una grave alteración del orden. Es de esperar que tanto las autoridades del Ministerio como las de las escuelas involucradas adopten las medidas correctivas necesarias para que los alumnos que hayan incurrido en actos de violencia o indisciplina comprendan el error de estas actitudes. Recordemos que el año pasado los alumnos de la Escuela Técnica N° 468 de Rosario que destrozaron el mobiliario escolar recibieron las sanciones disciplinarias correspondientes (15 días de suspensión y 19 amonestaciones para cada uno de los que destruyeron su aula).

Lejos de actuar dentro de las normas de una sociedad organizada en la cual las peticiones se elevan de acuerdo con una secuencia lógica, lo ocurrido ha sido propio de grupos seducidos por quienes se valen de la inmadurez de algunos adolescentes para inclinarlos hacia la intolerancia, los procedimientos autoritarios y la violencia.

Para completar el triste cuadro se agregaron los insultos, escupitajos y otros actos de inadmisible grosería que expresan la urgencia de instalar de una vez por todas una educación para la convivencia. E insistimos en este concepto, una educación para la convivencia, porque no hay que olvidar que muchos de estos actos contaron con la presencia o el consentimiento de algunos padres, temerosos quizá de quedar como poco "modernos" ante sus hijos o nostálgicos de su rebeldía adolescente de los años 70.

En cualquier caso, el derecho de acceder a las becas para estudiar y salir del círculo nefasto de la ignorancia y la exclusión (que de eso se trata, finalmente) debe ser comprendido por los alumnos en relación con el deber de responder con positivos rendimientos en los estudios y con conductas de respeto de las normas que hacen posible la vida social y el ejercicio de la democracia.