Un microorganismo parásito intracelular, un virus, no una flota espacial alienígena, está atacando el planeta Tierra. Se llama coronavirus, causa la enfermedad Covid-19 y en su forma grave deriva en una neumonía. Está mostrando capacidad para enfermar a las personas y a las economías: una conjunción de males que siembra temor, perplejidad, parálisis e incertidumbre.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la situación de pandemia. Hay personas infectadas y fallecidas y economías frenadas o en caída libre en la mayoría de los países. La medida sanitaria que identificaron y aplicaron hasta ahora los gobiernos del mundo para neutralizar o, cuando menos, ralentizar la ofensiva del virus, es la de imponer a grandes grupos de poblaciones o a ciudades enteras el aislamiento social con la reclusión al seno del hogar, más popularmente conocida como “cuarentena”.

La medida sanitaria del confinamiento amplio en lo social, productivo y temporal proyecta consecuencias severamente negativas sobre el mundo del trabajo y la economía. Así lo describe la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en sus recientes comunicados: “En la situación actual, las empresas de diversos sectores económicos, en especial las más pequeñas, se enfrentan a pérdidas catastróficas que amenazan su funcionamiento y solvencia, y millones de trabajadores están expuestos a la pérdida de ingresos y al despido”. El organismo agregó además que “quienes siguen trabajando en espacios públicos, en particular los trabajadores de la salud, son vulnerables a importantes riesgos sanitarios y económicos”.

El avance sostenido de la pandemia por la geografía y pueblos del mundo y la receta que de momento tienen a mano los gobiernos para enfrentarla a nivel masivo ponen a prueba al Estado. La complejidad y gravedad del problema lo interpelan sobre sus capacidades para encararlo con eficacia, oportunidad y simultaneidad en sus varios frentes: el sanitario, económico y social.

Como resultado, las demandas de recursos para esa lucha se tornan inmensas, sino, inconmensurables, pero la disponibilidad de medios financieros y de equipamientos médicos es limitada y no está distribuida uniformemente alrededor del planeta. A la vez se necesitan decisiones y acciones rápidas y bien enfocadas. Estas características llevan a incluir en la consideración de los instrumentos de política los estados de excepción y las facultades de emergencia. Las administraciones los solicitan, los parlamentos los declaran y las sociedades, retraídas y acechadas, consienten silenciosamente su utilización.

En este contexto, los gobiernos echan mano a reservas para contingencias o generan fondos adicionales extraordinarios para orientarlos prioritariamente hacia el fortalecimiento del sistema de salud y, al mismo tiempo, de la economía nacional.

Como bien lo advierte la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades de Fiscalización Superior (OLACEF), los desastres naturales, las epidemias y las crisis humanitarias son fenómenos en los que se manifiestan riesgos en el buen uso de los recursos públicos. Cuando el Estado se ve obligado a dar rápida respuesta en situaciones de crisis, como en la actual pandemia de coronavirus COVID-19, el control se vuelve aún más necesario, tanto como para otorgar una mayor seguridad de que los fondos públicos están siendo, y serán, destinados a las necesidades más apremiantes y se utilizan, y utilizarán, eficientemente. Los organismos de control no deben pensar que incomodan, que están de más, que no tienen nada que aportar, que deben retirarse, como a cumplir su propia cuarentena hasta que la crisis se disipe y dejar las manos libres a los ejecutivos. Al contrario, tienen recursos y capacidades para poner en marcha controles que acompañen y colaboren, que anticipen, prevengan y permitan corregir a tiempo las desviaciones e ineficiencias. Para estar a tono con esa necesidad, las entidades estatales de auditoría, fiscalización y control deben reformular sus planes operativos ordinarios para que también tengan lugar, con cierto énfasis, exámenes y relevamientos objetivados al monitoreo de las acciones oficiales relacionadas con la crisis sanitaria y económica.

Como principio, la activación de mecanismos para la rápida y eficaz provisión de bienes y servicios demandados por la emergencia, a favor de la autoridad administrativa pública, debe ir acompañada de una absoluta revelación pública de los datos relevantes de las operaciones, como también del establecimiento de sistemas de rendición de cuentas sobre el destino de los recursos públicos, en los que la presentación de la relación de aplicaciones de fondos y el examen e informe de ella por parte de la entidad de control tengan lugar en tiempo real.

Lo cierto es que, de acuerdo con la experiencia histórica que registra la humanidad con otras pestes, plagas y pandemias, también ahora es dable esperar un mañana. Y que para ese mañana hay que planificar desde hoy, si es que queremos tener una buena oportunidad de poder moldearla y manejarla de acuerdo con nuestras necesidades y aspiraciones de raza humana solidaria y cooperante, conviviendo democráticamente y amistada con su morada común.

Cuando la tormenta haya pasado por completo no desaprovechemos la ocasión de buscar lecciones definitivas para aprender y para impulsar buenas acciones, a nivel de individuos- ciudadanos y de instituciones de gobierno. Por lo pronto, los gobiernos deberían ir pensando en la forma de constituir y administrar sanamente fondos permanentes anti-cíclicos o para contingencias, que permitan suavizar los efectos negativos de eventuales futuras grandes crisis o catástrofes. Desde ya deberían mostrarse muy abiertos, parsimoniosos y austeros con los gastos asignados al apoyo administrativo de las actividades sustantivas (por ejemplo: automóviles, telefonía móvil, asesores, viáticos, etc.). Tendrían que poner en práctica una gran voluntad y perspicacia para identificar duplicaciones de gastos, erogaciones innecesarias y desperdicios de recursos para acabar con ellos; tendrían que ser selectivos en el otorgamiento de subsidios para que éstos lleguen a los que realmente necesitan la ayuda estatal. Tendrían que ser rigurosos con los presupuestos de las contrataciones públicas para que los activos y bienes incorporados y adquiridos valgan realmente el dinero que se paga por ellos; deberían introducir en el “redil” presupuestario los recursos públicos que andan sueltos y con vida propia, extender por el aparato administrativo del Estado la supremacía del principio del mérito, la competencia, la gestión y la rendición de cuentas por resultados. Entonces será el momento también de dejar a un lado las legislaciones de emergencia, de retirar los “superpoderes”, y volver al juego normal y pleno de los órganos y poderes de la democracia representativa.