Un sociólogo chileno, Juan Carlos Gómez Leyton, sostiene desde hace un tiempo la tesis de que en Chile no sólo existe una economía neoliberal sino que el país es, en sí mismo, una sociedad  neoliberal.Y una sociedad de este tipo tiene como rasgos principales la despolitización, la apatía ciudadana y el desinterés por la cosa pública. En la encuesta de Latinobarómetro del año 2013 cuando se le preguntó a los ciudadanos chilenos si la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno un 63 contestó por la afirmativa pero un 21 por ciento dijo que daba lo mismo y un  10 por ciento que prefería un gobierno autoritario.

Es decir que un 31 por ciento era indiferente o antagónico ante la democracia, una cifra muy elevada pero que, aún así, demostraba una reducción en relación a valores históricos que marcaban, inconfundiblemente, la persistencia del nefasto legado pinochetista.

Una mirada a largo plazo, por ejemplo focalizando el análisis en el período 1995-2013 demuestra que en Chile los valores promedio para todo ese período son los siguientes: apoyo a la democracia, 55 por ciento; al autoritarismo; 15 por ciento, e indiferencia, 26 por ciento. El país modelo de una transición política exitosa hacia la democracia demostraba con estas cifras el insanable equívoco del saber politicológico convencional.  Y rompiendo las previsiones de la cátedra y las denuncias mediáticas hegemónicas los datos de Latinobarómetro confirman que el país con mayor apoyo ciudadano a la propuesta democrática es...¡Venezuela!

Pero retornemos a las elecciones del pasado domingo. No sorprende, decíamos, que la concurrencia electoral haya oscilado en torno al 50 por ciento del electorado, compuesto por unos 14 millones de personas. Brevemente: una cifra escandalosamente desmesurada. Se argumenta que dado que el sufragio es optativo no hay por qué alarmarse ante tan elevada tasa de abstención electoral. Pero lo cierto es que el voto no sólo es un derecho; es también una obligación de todo ciudadano de una democracia. Bajo esta perspectiva la votación de Michelle Bachelet, 3.070.012 sufragios no representa el 47 por ciento como se dice sino un escaso 22 por ciento del total de la ciudadanía; peor aún es el caso de la candidata de la derecha, Evelyn Matthei, cuyo 1.645.271 votos no representan sino el 12 por ciento de los electores inscriptos. La conclusión que puede obtenerse de estos guarismos es que casi un cuarto de siglo después de la salida de Pinochet los legados combinados del autoritarismo militar y el neoliberalismo económico produjeron una sociedad en la que se descree de la acción colectiva, se concibe a la política como una pérdida de tiempo y se piensa que los problemas de cada quien deberán ser enfrentados y resueltos individualmente. La política se convierte en un ruido molesto que perturba el racional trabajo de los mercados.

Revertir esta situación será una tarea muy difícil, casi prometeica, de la futura presidenta Bachelet, quien sólo por una catástrofe política de incalculables proporciones podría ser derrotada en la futura batalla electoral. La reconstrucción de la comunidad política, en un país que supo tenerla y en grado sumo antes del golpe militar, requerirá la adopción de profundas reformas que desmonten el aparato económico-político construido a lo largo de nada menos que cuarenta años. Será preciso antes que nada hacer lo que hizo Hugo Chávez Frías el 2 de Febrero de 1999 cuando al tomar posesión de su cargo como presidente rompió con las fórmulas establecidas y dijo que Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro. Es harto improbable que Bachelet produzca un juramento de ese tipo porque, como política, no está hecha de la misma madera que tenía el líder bolivariano. Pero es indiscutible que la reconstrucción de la democracia en Chile requerirá indefectiblemente de la elaboración y aprobación de una nueva constitución. No es un dato menor que las tres constituciones del país trasandino fueron todas ellas producidas por gobiernos autoritarios y conservadores en 1833, 1925 y 1980, esta última bajo el régimen de Pinochet. Y en ninguno de estos casos, por supuesto, se contó con la menor participación popular.

Y si bien en los últimos años se le introdujeron algunos cambios muy marginales, el espíritu y la letra de la constitución pinochetista está aún vigente, y ambos son incompatibles con la democracia. Si Bachelet aspira realmente a refundar la democracia chilena tendrá que convocar por primera verz en la historia chilena a una asamblea constituyente popularmente elegida;hacer que redacte un nuevo texto constitucional y someter el mismo, como se hizo en Venezuela, Bolivia y Ecuador, a una ratificación popular. Eso sería un primer, y necesario, paso. Y luego avanzar con la misma firmeza en la desmercantilización y la desprivatización de gran parte de lo mercantilizado y privatizado por cuatro décadas de neoliberalismo, comenzando por la educación y siguiendo por la salud y la seguridad social entre otros ítems de la agenda de cambios. Si nada de esto llegara a ocurrir Chile se deslizaría aún más rápidamente hacia una nueva y sutil forma de autoritarismo de mercado o, como lo asegura el filósofo político Sheldon Wolin para los Estados Unidos, hacia una suerte de totalitarismo invertido caracterizado por la primacía aplastante de los mercados y el progresivo desvanecimiento de la democracia y la figura del ciudadano. Una democracia sin ciudadanos que reemplaza la vieja fórmula de Abraham Lincoln, gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo por su degradación mercantil: gobierno de los mercados, por los mercados y para los mercados. La complacencia de la anterior gestión de Bachelet con esta fórmula no permite hacerse muchas ilusiones. No son muchos los casos en la historia en que un gobernante produce un giro tan pronunciado como el que hace falta en Chile. Será preciso esperar un tiempo para emitir un juicio definitivo sobre la gestión de Bachelet.  El realismo político no permite abrigar demasiadas esperanzas, salvo que el pueblo chileno recupere su memoria, sus sueños y sus utopías, las mismas que lo llevaron a votar por Salvador Allende, e irrumpa de manera arrolladora en la escena política para hacer lo que una dirigencia esencialmente conservadora hasta ahora se ha negado a hacer.