La noticia, por donde se la mire espectacular, que sacudió los cimientos del kirchnerismo durante toda la semana, la que nos muestra al ex secretario de Obras Públicas, José López, tirando valijas con dólares sobre la tapia de un convento, con monjas octagenarias que recuerdan poco o mal, y la imagen del ex funcionario haciéndose el loco, afectado psíquicamente, superado por la miserabilidad de su propio accionar y por la tremenda soledad del corrupto que queda al descubierto, ha regocijado a algunos sectores de la sociedad pero también escandalizado profundamente a otros.

Para el primer grupo, las acciones de López no son ni más ni menos que el botón de muestra de una corrupción mayor que involucra la llamada Ruta del dinero K, con efecto dominó sobre otros ex funcionarios del gobierno kirchnerista como el ministro de Planificación Julio De Vido y hasta la propia ex presidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Para el segundo grupo, se trata de una señal alarmante y dolorosa que expone una realidad demasiado cruel cuando, sobre todo, se la mide con la vara de un discurso político inclusivo, solidario y participativo, que alumbró en los últimos años cambios significativos para los sectores que integran el campo popular.

Es cierto que para que un número menor de corruptos ganen sus pequeñas batallas contra la mayoría de trabajadores que no roban, no evaden y tampoco coimean, tanto el Estado como sus organismos de control, sus sistemas normativos y judiciales deberían ajustar clavijas, superarse a sí mismos y garantizar que no ocurra lo que, a la luz de los hechos, se les escapa hoy tanto como en el pasado. Por eso es que, una vez que se termine el escándalo, la mediatización y la espectacularidad de lo acontecido, una vez que ceda la decepción, el dolor moral y la infinita bronca por el absolutamente repudiable señor López, bueno sería que este caso se tome, ya no para incriminar e intentar desterrar a toda una fuerza política -que no puede ni desde ya quiere ser corrupta de cabo a rabo-, sino para dar inicio a un profundo debate sobre la corrupción en todos los niveles, tanto en el ámbito público como privado. He aquí una gran oportunidad, un punto de partida hacia un renacer.

La Argentina se merece este debate para que lo expuesto en aquella madrugada de General Rodríguez no se convierta pura y exclusivamente en un caza de brujas, sino en la punta del ovillo que permita llegar al corazón del problema: la corrupción, que por supuesto el kirchnerismo debería atender en su propio seno.

Según informó su abogada, Fernanda Herrera, el ex secretario de Obras Públicas espera medicado y tranquilo su traslado a los tribunales de Retiro para declarar ante el juez Daniel Rafecas, que lo investiga una causa por enriquecimiento ilícito de 2011. ¡Qué hable! ¡Qué cuente lo que sabe! Ese debería ser el pedido de la sociedad para López, encontrado con las manos en la masa y 9 millones de dólares que bien hubieran servido para mejores fines, para atender acaso alguno de los tantos problemas que afectan a la sociedad. López podría ayudar ahora a desmadejar la podredumbre que horada la credibilidad y la moral de todos los argentinos, independientemente de las preferencias políticas. Porque está claro, sería una gran zoncera creer la corrupción se acaba con un puñado de funcionarios de un signo político determinado, en este caso el kirchnerismo.

La corrupción está enquistada en diferentes estamentos de la administración pública, pero también en el empresariado que paga y corrompe. Sobran ejemplos en la historia nacional y por valores todavía mayores a los que López intentó desprenderse con la torpeza pero sin la gracia de un Buster Keaton. No se puede soslayar bajo ningún concepto el hecho de que López haya cobrado plata sucia y que, por ende, algún empresario que se benefició seguramente por ello haya corrompido ofreciendo millones de dólares, retornos o lo que fuera necesario para asegurarse un negocio mayor.

Cuando la justicia de los Estados Unidos, para hablar de otro caso más o menos reciente, comenzó la detención de dirigentes de la FIFA el año pasado en Suiza, dejó bien en claro esta cuestión. Hubo dirigentes que cobraron sobornos, y por eso fueron detenidos, y hubo también empresarios, entre ellos tres argentinos, el ex CEO de Torneos y Competencias Alejandro Burzaco y los dueños de Play Group, Hugo y Mariano Jinkis. Burzaco, arrepentido, admitió poco después de su detención cómo la empresa Torneos, que tiene al Grupo Clarín como socio, tenía por política oficial el pago de sobornos para adjudicarse los derechos televisivos del fútbol.

Volviendo a López, hay periodistas que aventuran que este ha sido el tiro de gracia contra el kirchnerismo, su sentencia de muerte. No vale la pena discutir si se trató de una operación mediática o simplemente fue un acto desesperado del corrupto visto por casualidad por un testigo que alertó a las autoridades. Allí estaban los dólares y el ex funcionario del gobierno kirchnerista con las manos en la masa. Debería, en consecuencia, ser el propio kirchnerismmo, sus diputados, sus senadores, sus gobernadores, sus intendentes, sus intelectuales y sus jóvenes militantes, quienes den inicio al gran debate que en esta líneas se reclama.

La simple operación de que alguien reciba y otro pague, que une escabrosamente al sector público con el privado, es una de las matrices estructurales de la corrupción, según las propias palabras de CKF. Uno debería preguntarse entonces qué se ha hecho durante todos estos años para contrarrestar esta matriz estructural, para evitar que funcionarios, jueces, periodistas, dirigentes políticos y empresarios se enriquecieran como lo han hecho y seguramente lo sigan haciendo. Nos preguntamos ¿cómo combatió el kirchnerismo, cuando tuvo el poder y las herramientas para hacerlo, esa corrupción estructural?

Mientras las imágenes de López -que está cerca de ser expulsado del Partido Justicialista y se encamina a perder también su cargo como legislador en el Parlasur- sacudían nuestras buenas conciencias, en la cámara de senadores se le daba media sanción a la denominada ley del blanqueo, que en caso de aprobarse definitivamente permitirá mantener en secreto los delitos tributarios, los que permiten a los empresarios sacar la plata del país para atesorarla en paraísos fiscales como bien nos mostraron los Panamá Papers, y contempla también cierta protección a los contratistas de obra pública, sus familiares y testaferros, así como a funcionarios. Algo para que la sociedad revise también, más allá de los acuerdos parlamentarios que hagan las diferentes fuerzas políticas. Porque si la Argentina necesita herramientas para combatir la corrupción, bueno sería como sugiere Aldo Ferrer (Página/12, 19-6-16) que estas contribuyan a defender los intereses nacionales y a promover la equidad y el bienestar de los argentinos.

*Sociólogo y periodista.