Mi experiencia profesional de décadas como juez en lo criminal y luego como abogado del Estado intentando condenas a actos de corrupción de funcionarios estatales, me ha llevado a la convicción de que el Poder Judicial es, en lo sustancial, funcional a los poderosos y se desinteresa abiertamente de los derechos del Estado cuando colisiona con aquéllos, y en general de los ciudadanos comunes (entre los que también están las víctimas de la sensación de inseguridad).

No es casual. El Poder Judicial nunca fue democrático. No es elegido por el pueblo sino indirectamente, para  cumplir el papel de poder contrafáctico, esto es, valla del poder de las mayorías. El detalle que es que durante nuestra historia, los intereses populares nunca alcanzaron el poder, ni aún durante los períodos de gobiernos peronistas o radicales.

En los hechos, la justicia se conformó como un núcleo duro, reservorio de las grandes familias, y fue construyendo una corporación que servía a los intereses de los poderosos y a los suyos propios.

No es casual tampoco que recuperada la democracia institucional luego de la dictadura genocida el Poder Judicial sea el único al que no llegó la democratización. Es baluarte del poder real. Esto quedó demostrado cuando el Poder Ejecutivo envió al parlamento el reciente paquete de proyectos de ley. Aunque constituyen una modesta reforma, a todas luces insuficiente -aunque sea un primer paso valioso- la reacción de la derecha (y de la izquierda que le es siempre funcional) fue unánime y virulenta. Llegaron a sostener que significaba la caída de la República en manos de una dictadura de déspotas populistas y ladrones que pretenden asegurarse la impunidad.

Para contrarrestar estos exabruptos absurdos y sus consecuencias, para combatir la inseguridad sólo hay un camino razonable: profundizar la democracia participativa para que el pueblo tome cada vez más en sus manos la defensa de sus derechos humanos esenciales.

Es preciso que se tome una senda que mejore las instituciones, amplíe la democracia, aumente la participación popular, dé una respuesta racional a las conductas ilegales y facilite la persecución y condena de los delincuentes grandes, los de cuello blanco, los que ocasionan los más importantes y ocultos perjuicios a la sociedad y que son los auténticos principales responsables de la inseguridad.

Uno de los remedios a la mano, desde el  mundo de lo jurídico, sería modificar el procedimiento penal, sancionando como ley lo que hasta ahora es un magnífico proyecto aprobado por todos los integrantes de la Comisión de Derecho Penal, que agilizaría en grande medida los procesos, con especiales medios para la investigación de los delitos de delincuencia económica, lavado de dinero y narcotráfico, al par que soluciones  alternativas y prácticas para autores y damnificados en los hechos de menor cuantía. Otorgaría significativa participación en el proceso a los ciudadanos, como víctimas o miembros de organizaciones sociales, y a la hora de fallar integrando los jurados que atenderían los hechos delictuosos de gravedad.

La eficaz aplicación de los derechos humanos personales y sociales, conformando una democracia participativa de alta intensidad, lo que incluye un poderoso accionar educativo, disminuirían ostensiblemente la sensación de inseguridad,  y a esta misma.

*Ex juez y camarista, ex titular de la Oficina Anticorrupción.