Leo en el suplemento Cash del diario Página 12 el artículo Confesiones secretas del dólar (un cuento moral) del economista e historiador Mario Rapoport, profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires, y pienso que su lectura es un buen comienzo para entender lo que está sucediendo por estos días en la Argentina, y también para relacionar el presente con otros momentos claves de nuestra historia que, sobre todo en materia económica, se parecen bastante.

Es cierto que siempre hubo corridas bancarias y que el dólar, a fin de cuentas, termina mandando. La lucha contra la inflación no es fácil para el gobierno de Cambiemos, que no logra equilibrar la balanza comercial; que devalúa sin anestesia; y que, para colmo, se endeuda cada vez más porque, por un lado no puede controlar el déficit fiscal y, por otro, sostiene una tasa de interés del 40 por ciento que empuja a los capitales hacia la especulación más que a la producción. Y los intereses se pagan.

Ya en los años 70, durante la Dictadura se ensayó esto de bajar la inflación congelando el consumo con una baja del poder adquisitivo del salario, cercana al 40 por ciento. El resultado fue nefasto. Las industrias y los comercios cerraban y la pobreza, lejos de disminuir, se disparaba. Para peor, la inflación era cada vez mayor. También entonces se aplicó la receta que se está aplicando por estos días: tasas de interés altísimas, endeudamiento externo acelerado y un terreno abonado para la especulación financiera y la consecuente fuga de capitales. La deuda que tomó el país equivalía prácticamente al monto de esa fuga, cuenta Rapoport.

Después vino la democracia, la hiperinflación que no pudo contener el presidente Raúl Alfonsín ni sus ministros, que era consecuencia de ese proceso previo, y luego el uno a uno del menemismo y el ministro Felipe Cavallo, que terminó provocando la gran crisis económica y política de 2001, de la que se salió, justamente, con políticas de desendeudamiento y con intentos, a veces también fallidos, de fortalecimiento del peso argentino.

Sin embargo, ni los grandes medios de comunicación ni aquellos que abonan históricamente al modelo de producción agroexportador, entre ellos inexplicablemente los sectores medios de la población -que incluso se perjudican con estas políticas-, se mostraron conformes con eso e hicieron fuerza para, como ocurre en esa vieja película hollywoodense que tiene a un joven Michael Fox como protagonista, finalmente poder volver al futuro.

Lo consiguieron a través de la instalación de la necesidad de un cambio y con ella la curiosa idea de que el desendeudamiento ponía al país afuera del mundo. La deuda suele ser un gran negocio para todos los intermediarios, bancos incluidos, pero casi nunca para los que la toman: Ningún país creció sobre políticas del Fondo. Sus políticas son de corto plazo, no ayudan nunca al crecimiento, sostuvo la historiadora del FMI, Noemí Brenta, días atrás en el programa `El Lobby´ de Alejandro Bercovich.

Hay quienes creen que la vuelta al FMI en medio de las corridas bancarias contribuyó a apaciguar la crisis que puso hace unos días al Gobierno contra las cuerdas. El problema es que la nueva deuda viene acompañada con las mismas recetas de siempre: las del ajuste recesivo que, en la gran mayoría de los casos, terminan pagando los sectores más vulnerables de la economía y, por supuesto, los que menos tienen.

Más deuda, como viene ocurriendo, equivale en la Argentina a más fuga de capitales y, por ende, a una mayor presión sobre el valor del dólar. Cuando esto ocurre pasa lo que dicen todos los manuales: se devalúa el peso y el aumento del dólar se traslada directamente a los precios, lo que repercute directamente en los índices de inflación. El círculo es vicioso.

En lo que va de 2018, la sangría en las arcas del país alcanzó los 11.486 millones de dólares. Una proyección anual prácticamente equipararía esta suma al total de la deuda que el Gobierno negocia con el Fondo. El déficit comercial de abril cerró en 938 millones de dólares, con un acumulado de 3420 millones. El dólar trepó hasta los 25 pesos.

Con este panorama económico es difícil ver la luz al final del túnel. La ortodoxia del Gobierno prevé profundizar el ajuste a través de la reducción del gasto público, la desaceleración de la obra pública, el aumento del desempleo en el sector público -y su consecuente arrastre en el privado-, la pérdida del poder adquisitivo del salario, debido a la disparidad entre los techos que se le imponen a los acuerdos salariales y la inflación real.

A esto se le suma que el sector productivo comienza a dar señales de alarma por la caída de la actividad: resentimiento en la cadena de pagos, achicamiento o cierres de pequeñas y medianas empresas, reducciones de personal, liquidaciones de stocks o incluso de bienes de capital, para hacer frente a las situaciones críticas. En fin, todas variables que profundizan aún más la crisis.

Por otra parte, este lunes empezó en Jujuy, Posadas, Bariloche, Ushuaia y La Rioja, la Marcha Federal por Pan y Trabajo que tiene como organizadores a la Coordinadora de Trabajadores de la Economía Social (CTEP), Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa (CCC). El viernes llegarán al Congreso de la Nación, donde buscarán apoyo para la aprobación de cinco proyectos de ley para los sectores populares y realizarán un multitudinario acto de cierre.

También en el Congreso, pero en la Cámara Alta, el Gobierno busca desesperadamente un acuerdo con la oposición del peronismo para frenar el proyecto de ley que limita la suba de tarifas y retrotrae el valor de los servicios públicos a noviembre de 2017. En la Casa Rosada ven complicado el trámite, pero buscan evitar por todos los medios que termine siendo el presidente Maurcio Macri, quien pague el costo político con el veto de la ley. Hacerlo, significaría un nuevo golpe a su ya alicaída imagen.

*Sociólogo y periodista.