Pero resultó que mientras no existen pruebas algunas sobre los posibles sobornos recibidos por Lula y por Dilma Rousseff sobran las que caen sobre Michel Temer. La última, la gota que derramó el vaso, la hizo el magnate de las exportaciones cárnicas, J. Batista, quien reconoció que le entregó una suma millonaria para financiar su campaña como vicepresidente en la fórmula que compartía con Dilma Rousseff. Ante ello, la justicia brasileña tomó nota de esa declaración y sus días como presidente de Brasil están contados y muy probablemente termine como su socio en la farsa montada contra la presidenta brasileña, el líder de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha sentenciado a quince años de prisión.

Acorralado por la justicia, con niveles de aprobación de un dígito, con una incipiente movilización que se agiganta y radicaliza en las calles y plazas de Brasil, Temer dijo que no renunciaría. Que si lo querían sacar del Palacio del Planalto tendrían que derribarlo. En realidad, es sólo cuestión de tiempo que se produzca su defenestración. Lo que demora su expulsión son las dudas que atormentan a las clases dominantes del Brasil. Si se lo derriba a Temer, cómo y con quien reemplazarlo. Lo que dice la Constitución es que el Congreso debería designar a un presidente interino por el término del mandato, que se extiende hasta el 31 de Diciembre del 2018. Pero un Congreso considerado unánimemente como el más corrupto de la historia de Brasil, ¿estaría en condiciones de ser el artífice de una salida institucional? Ante ello crece el peligro de que la consignas ¡directas ya! (elección popular directa del presidente de la república) se convierta en un grito multitudinario que obligue al Congreso a aprobar, entre gallos y medianoche, una reforma constitucional que permita la convocatoria a una elección popular de un presidente ante una crisis como la actual.

El riesgo es muy grande y se entienden las vacilaciones de los sectores dominantes, que están a la búsqueda de una alternativa digerible para una opinión pública indignada y confundida a la vez porque la Red O Globo, enemiga mortal del Lula y Dilma, acaba de darse vuelta y criticar con virulencia, día y noche, a Temer. No por razones éticas sino, al parecer, por un enorme aporte financiero que el gobierno federal habría hecho a su rival, la Red Bandeirantes, lo que provocó la reacción de los gestores del imperio creado por Roberto Marinho. Mientras la economía se desbarranca y crece la represión ante las protestas, las alternativas institucionales son pocas, y siempre muy demoradas. En efecto, Temer podría ser apartado de su cargo por la Corte Suprema en caso de que se compruebe la comisión de crímenes comunes, pero esto debe ser autorizado por 2/3 de los diputados e insumiría un plazo superior a los seis meses para concretarse. En segundo lugar, un juicio político, un impeachment, como el realizado en contra de Dilma, lo que también llevaría casi un año. Por último, podría ser destituído por una sentencia del Tribunal Superior Electoral, que sería la vía más rápida.

Pero ninguna de estas tres alternativas resuelve el problema de la política post-Temer en Brasil. Salvo que, ante la parálisis política, los sectores golpistas de ese país hagan una apuesta muy fuerte a una salida vía elección popular logrando, previamente, la inhabilitación de Lula como candidato, cosa que la Justicia podría hacer no sin torcer temerariamente la legalidad vigente. En todo caso, dado el ritmo frenético de la crisis no cabe duda que más pronto que tarde deberá adoptarse una decisión, y allí podremos saber si Brasil dejó atrás la crisis o, como muchos lamentan, habrá dado un salto al vacío de la ingobernabilidad y la crisis económica e institucional.

Por Atilio A. Boron.