Los campos de concentración de Estados Unidos y Brasil durante la Segunda Guerra Mundial
Estados Unidos demoró mucho hasta entrar en combate en la Segunda Guerra Mundial. Su presidente, Franklin Roosevelt, se sentía tironeado. Gran parte de la población quería la neutralidad, no repetir la ayuda a Europa como en la Primera Guerra Mundial donde tuvieron muchas víctimas en la última etapa del conflicto.
Roosevelt, sin embargo, intentaba respaldar con alimentos, armas e innumerables equipamientos a Inglaterra que estaba peleando en soledad contra Alemania desde 1939. Muchísimos de esos barcos norteamericanos fueron torpedeados. Los submarinos germanos navegaban en "bandadas" y no perdonaban a nada
que flotara en el camino a Londres.
Muchos de los políticos y parlamentarios norteamericanos eran neutralistas, en parte porque admiraban la capacidad alemana de combate y de apropiarse de Europa. En definitiva, esa vocación por la neutralidad podía tomarse como una acción para que Alemania hiciera lo que quisiera. Grandes figuras como Henry Ford y el as de aviación Charles Lindbergh fueron condecorados por los nazis.
Todos los resguardos de los neutralistas se vinieron abajo cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, donde se encontraba gran parte de la Armada de los norteamericanos. Al día siguiente Roosevelt frente al Congreso le declaró la guerra a Japón. En Tokio gobernaba un clan militar que durante toda la década del treinta venía buscando la expansión en el Pacífico, una cuestión en la que habían tenido éxito.
No tenían petróleo para alimentar a sus aviones y a sus carros de combate. Estados Unidos no se los suministró, lo cual generó un odio profundo hacia Washington. Como Japón formaba una unión ideológica y fraternal con Italia, a cargo de Benito Mussolini, y con Alemania (el "Eje"), los sucesos llevaron a Hitler, con la oposición de sus más importantes generales y estrategas, a declarar la guerra a Estados Unidos
Hitler se impuso declarando que los norteamericanos eran malos soldados y despreció su enorme poderío industrial, que se puso inmediatamente en marcha para fabricar y modernizar todos sus elementos de combate. El odio a Japón se multiplicó en Estados Unidos en todas las ciudades donde atacaron, pegaron o mutilaron a norteamericanos de origen nipón.
Como su ejército era pequeño, para evitar gastos en la Gran Depresión de los años treinta, el Estado Mayor convocó a la población para ingresar en la Marina, la Aviación y el Ejército. La sociedad norteamericana se sintió ofendida, agredida. Y el gobierno dispuso una medida drástica: encerrar a toda la población japonesa en el país en campos de concentración, sin medir si eran inmigrantes o acaso de segunda o tercera generación como nativos estadounidenses. Washington pretendía resguardarse de espías al servicio de Tokio. No hubo discriminaciones ni respeto en el encierro, los prisioneros estuvieron en esa condición hasta el fin de la guerra en el pacífico en 1945, vigilados estrechamente.
Gran cantidad ya habían perdido sus propiedades confiscadas por el Estado. Cuando Estados Unidos llamó a toda América Latina solicitando ayuda para la contienda, contestaron afirmativamente México y Brasil. Ofrecieron aviadores bien preparados y soldados entrenados para el combate. Argentina en esos años siguió una tradición de neutralidad que irritó a la Casa Blanca. Roosevelt definía a la neutralidad como ignominiosa.
Brasil, que en la década del treinta era gobernada por Getulio Vargas, gestó el "Estado Novo", con influencias ideológicas neo-fascistas, tomó partido como aliado incondicional de Estados Unidos. Ofreció una base naval para Estados Unidos y, en paralelo, gran parte del nordeste como bases aéreas a cambio de que Estados Unidos construyera en su país un centro de producción para el crecimiento de la industria.
Esa alianza fue fructífera para Brasil aunque perdió 4.000 soldados que murieron en Italia, junto a los norteamericanos en la batalla de Montecasino. Hoy se recuerda a esos soldados en un monumento en Río de Janeiro, muy cerca del antiguo aeropuerto.
Brasil actuó igual que Estados Unidos. Encerró, a partir de 1942 , en campos de concentración esparcidos por todo el país a inmigrantes italianos, alemanes y japoneses para evitar que se pudieran convertir en agentes infiltrados que trabajaran para sus países de origen.
Uno de esos campos, el de Tomé -Açu estaba ubicado en la región amazónica. En ese lugar se ubicó a los inmigrantes japoneses. La mayoría vivía bajo un régimen de estrictas reglas con racionamiento de energía, prohibición de reuniones y control de correspondencia. Esa comunidad, que había llegado a Brasil en la década del treinta, vivía de sus cultivos de hortalizas y arroz. Pero para el gobierno de entonces de Río de Janeiro eran "enemigos de guerra": perdieron el derecho sobre sus bienes.
Se estima que ese campo alojó a 480 familias japonesas, 32 alemanas y algunas italianas. Solo se podía acceder allí por barco, y como el Estado controló las embarcaciones, Tomé -Açu terminó totalmente aislada. El corte de todas las comunicaciones de los inmigrantes con el mundo exterior se volvió una prioridad para los militares y policías brasileños que vigilaban y controlaban el campo de concentración. El que vulneraba las normas era castigado con prisión. Si encontraban a tres o cuatro japoneses juntos, conversando, también terminaban presos.
Al finalizar la guerra muchos de los prisioneros tuvieron dificultades para conseguir empleo o comenzar negocios propios. Gran cantidad partió hacia Belén, San Paulo, Río de Janeiro y el Estado de Paraná. Pero los que se quedaron pudieron participar en el auge de la pimienta negra. En los últimos años el campo de Tomé -Açu se transformó en ciudad y se volcaron también a la producción agroforestal sostenible.
En 2011, la Asamblea Legislativa del Amazonas hizo un pedido oficial de disculpas a los inmigrantes japoneses por los abusos cometidos por el Estado. Por su lado, Washington nunca se arrepintió por lo actuado.