A esta altura de los acontecimientos si hay algo que aparece con mucha claridad es la futilidad de preguntarse quién ganó las elecciones del domingo pasado. Ganó el gobierno, sin duda, si el criterio es la sumatoria de los votos obtenidos en los distintos distritos en los cuales se elegían diputados nacionales; también ganó si la lupa en cambio se dirige hacia la representación parlamentaria y la capacidad de controlar ambas cámaras del Congreso. Pero ganó la oposición, si la vara con la cual se mide lo ocurrido se posa sobre los resultados obtenidos en los cinco principales distritos del país que aglutinan al 70 por ciento del electorado: la ciudad de Buenos Aires y las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y Santa Fe, en donde derrotó inapelablemente al oficialismo. Los voceros de la oposición proclaman, que las dos terceras partes de la ciudadanía votó en contra del gobierno, subrayando el carácter cualitativo de sus votos que, sin embargo, no se tradujo en la distribución de las bancas parlamentarias. Pero obvian decir que una cifra levemente inferior también votó en contra de los gobiernos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la provincia de Santa Fe, plaza fuertes de dos de los presidenciables de la oposición. Además, cualquier principiante de ciencia política sabe que no se pueden comparar los resultados de una elección legislativa con una presidencial; la primera siempre dispersa los votos que se concentran en la segunda. Claro que en el caso que nos ocupa la sangría fue demasiado importante; en menor escala la sufrió también Barack Obama.

Luego de las elecciones los desafíos que se abren ante el gobierno y la oposición son formidables. Para el gobierno porque ya no puede contener la  pugna por la sucesión. Y la historia enseña que al interior del peronismo estos procesos nunca transcurrieron sin sobresaltos. Desafíos pero también para la mal llamada oposición porque, en realidad, se trata de un archipiélago de oposiciones, muchas de ellas irreconciliables, y con escasas probabilidades de unificarse para las presidenciales del 2015. Parafraseando a Jorge Luis Borges puede decirse que a esas fracciones de la oposición no las une el amor sino el espanto que sienten ante el kirchnerismo. Sin embargo, aquél no pareciera ser suficiente para que todas las oposiciones se aglutinen para enfrentar al Frente para la Victoria que pese al desgaste de diez años de gobierno, el impacto de la crisis general del capitalismo y una serie de gruesos errores de gestión aún sigue siendo la primera minoría del país.

El FPV tiene una ventaja de cara al 2015: es el partido de gobierno y, además, tiene el control de ambas cámaras del Congreso. Claro que esto último puede convertirse en un boomerang si es que no se utiliza esa ventaja para gobernar tomando en cuenta los reclamos de la ciudadanía. La oposición, a su vez, tropieza no sólo con la irreconciliabilidad de sus componentes sino con el hecho, nada trivial, que salvo el caso de Mauricio Macri  -Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires- el resto de los presidenciables (Sergio Massa, Hermes Binner, Julio Cleto Cobos entre los de mayor peso, sin descartar algunos otros que podrían irrumpir como garantías de unidad, como Roberto Lavagna, ante el riesgo de una nueva derrota a causa de la desunión) pasarán los próximos dos años enclaustrados en el ámbito del Congreso pero sin ejercer control territorial alguno y teniendo un acceso más problemático a los medios. Conclusión: dos años es una eternidad en la política argentina. Como lo recordara Max Weber, sólo la historia decide y cualquier profecía corre el riesgo de ser categóricamente refutada por sus imprevisibles caprichos.