Las instituciones existen por una exigencia de la realidad. Normalmente a esa realidad se ha arribado después de sacrificios considerables y cruentos de vidas humanas. Ni los derechos y garantías personales individuales o sociales, ni los derechos humanos, ni la división de poderes, ni el Estado de Derecho mismo, han aparecido sin antes que corrieran ríos de sangre para que las mismas cobraran vida.

Después de esas luchas, y no antes, el derecho organizó esa realidad a través de reglas de conductas estables y exigibles bajo amenaza de coacción para quien pretendiera violarlas.

Los entes de control no son sino instituciones impuestas por la realidad de un Estado frente a cuyo gobierno democráticamente elegido las personas comunes desconfían y por la realidad consistente en que esas personas comunes son débiles en relación a los poderosos. Para arribar a estas convicciones se debió también experimentar severos sacrificios por parte de quienes fueron y continúan siendo- víctimas, particularmente cuando se  es débil estructural, como es el caso de los consumidores o usuarios.

De allí que son presupuestos necesarios para que exista la institución entes de control que los mismos sean independientes de los órganos políticos y que estén constituidos por expertos, es decir, no por políticos.

Cuando se trata de controlar los servicios públicos, las exigencias son las mismas que para los demás entes de control: independencia organizacional y experticia en su configuración personal.

Si se tratare de controlar servicios públicos prestados por operadores privados, y no por un organismo del propio Estado, la independencia del ente de control debe existir no sólo frente a los actores políticos sino frente a los operadores privados y a los propios usuarios de esos servicios.

En otras palabras, un ente de  control no debe ser capturado ni por los poderes políticos, ni por los operadores privados, ni por los usuarios, constituyendo la experticia de sus componentes la principal garantía para evitar que esa captura se produzca, toda vez que se supone que sus conocimientos han de impedir que intereses ajenos se impongan a aquellos por los cuales el ente debe velar.

El caso de la CNRT.

Ahora bien, en el caso de la tragedia de Once aún es prematuro para conocer con certeza qué ocurrió  y, por tanto, quién o quiénes son los responsables de semejante desgracia. 

Sin embargo, el marco referencial institucional y los específicos antecedentes no son  benévolos en cuanto al respeto institucional requerido precisamente para evitar que hechos como el de Once ocurran y de esa manera tutelar a los débiles estructurales, en el caso, los usuarios muertos, heridos y aquellos cuyo trauma los acompañarán previsiblemente por el resto de sus vidas.

Ello así porque el poder  político, ya desde los años noventa, ha mostrado una ausencia de comprensión manifiesta por la institucionalidad de los entes de control.

Ni la independencia organizacional ni la requerida experticia personal a nivel directivo y a todo nivel, se han respetado. Y aún cuando los agentes públicos que presten tareas en el ámbito de dichos entes las cumplan de manera encomiable, si la institucionalidad no se respeta sus esfuerzos serán vanos.

*Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba y de la Universidad Católica de Córdoba.