Publicado: 23-11-08

Con algunos matices, las restricciones y los inconvenientes que alcanzan a la Fiscalía de Investigaciones Administrativas (FIA), que dirige Manuel Garrido, se extienden a otros organismos encargados de controlar a la administración pública, y detectar casos de corrupción.

Poca autonomía para investigar, excesiva politización, escaso presupuesto y reformas normativas que restringieron sus tareas, son algunos de los problemas de la Auditoría General de la Nación (AGN), máximo organismo de control de las cuentas del Estado, que asiste técnicamente al Congreso; de la Oficina Anticorrupción (OA), del Ministerio de Justicia, y de la Sindicatura General de la Nación (Sigen).

Este año, el ministro de Justicia, Aníbal Fernández, recortó las atribuciones de los investigadores de carrera de la OA: no pueden abrir expedientes ni pedir información a otros organismos sin la firma del jefe, el dirigente peronista Abel Fleitas Ortiz de Rozas. Como resultado de la última resolución del procurador general de la Nación, Esteban Righi, la FIA ya no podrá intervenir en decenas de causas judiciales. Su titular, Manuel Garrido, fue el único fiscal que se opuso a que se cerrara el expediente por presunto enriquecimiento ilícito contra Néstor Kirchner, a que se declararan ilegales las grabaciones que se referían a las coimas de Skanska y a que se ampliara la polémica concesión aeroportuaria a favor de Aeropuertos Argentina 2000, de Eduardo Eurnekian.

Desde la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada, la Sigen bajó su perfil y apunta más a detectar fallas de gestión que irregularidades. Cuando descubre alguna anomalía, ya no hace la denuncia ante la Justicia sino que remite los informes a la OA. Pese a que la reforma constitucional de 1994 diseñó a la AGN como un organismo controlado por la oposición, su colegio de auditores, el cuerpo que debe aprobar todas las decisiones tiene mayoría oficialista, al igual que la Comisión Mixta Revisora de Cuentas del Congreso, encargada de aprobar los informes del organismo.

El control no puede depender de la valentía y la honradez de algún funcionario, sino de la existencia de mecanismos institucionales serios y respetados que garanticen a los órganos de control su independencia del poder político y su capacidad de actuación. Quien controla no puede depender del controlado.

La solución no es inventar más burocracia estéril, como la decena de comisiones bicamerales existentes en el Congreso, sino de buscar con coraje y compromiso erradicar el estado de corrupción por medio de la aplicación de la ley.