Inmigrantes a la deriva
La realidad inmigratoria en el mundo es obscura y sórdida. En Estados Unidos el apretón para evitar el ingreso de centroamericanos y mexicanos es dramático. El presidente Donald Trump, que prometió en su carrera electoral la construcción de un muro que taponara el ingreso a su país, y el trabajo criticable de la policía de frontera han separado a hijos de padres.
Los encerraron en lugares distintos, no se sabe por cuánto tiempo, y generaron situaciones inhumanas. Muchos de los que lograron escapar de la fuerza policial transitaron por un extenso desierto antes de llegar a los sitios urbanos de los estados norteamericanos lindantes a México o se murieron de sed en el camino.
Al mismo tiempo, Trump ordenó la expulsión de indocumentados a lo largo y a lo ancho de su país. Esta movida se contradice con el aporte de los “latinos”, como los llaman, a la economía norteamericana a lo largo del siglo XX. En todas las cosechas rurales, donde se requiere un gran esfuerzo, un trabajo sin límites, estuvieron los latinoamericanos poniendo el hombro. También hicieron las tareas más sucias en las ciudades, esas que los mismos norteamericanos se resisten a hacer. En la construcción, en la gastronomía, en las fábricas, en los institutos de salud, en todo aquello que requiere fuerza, paciencia y resignación. Esos trabajadores entraron al país por desocupación o por rigurosidades políticas en sus países de origen. Estaban desesperados y con hambre.
Trump, apoyado por sus electores y la plana mayor del Partido Republicano, prometió autorizar la detención indefinida de menores inmigrantes sin papeles, protegidos por viejas y nuevas prohibiciones. El jefe de la Casa Blanca procura anular una sentencia judicial de 1997, conocida como El Acuerdo de Flores, que estableció que el gobierno estadounidense no tiene derecho a retener por más de 20 días a niños inmigrantes arrestados. Impone, además, la prioridad de ponerlos bajo custodia de un familiar o tutor legal mientras se resuelve su situación.
Las organizaciones humanistas en Norteamérica piden que las familias retenidas oficialmente después a trepar por el muro sean tratadas con “dignidad y respeto”. Es que un informe oficial alertó en el mes de julio pasado sobre el hacinamiento y pésimas condiciones existentes en los centros de detención. Desde octubre del 2018 más de 432.000 miembros de unidades familiares han sido detenidos, lo que significa un aumento del 456% respecto a igual mes del 2017.
Cruzando el Atlántico, en el Mediterráneo, están circulando tres barcos “humanitarios”. Europa está en crisis. Ningún país salvo España, que admite un puñadito de inmigrantes africanos que pagan embarcaciones precarias a traficantes libios, asume una responsabilidad.
No hay una estrategia sobre cómo gestionar el flujo de personas que arriban, en medio de la desesperación, en un desamparo total. Esta cuestión provoca un derrumbe de valores, de principios, de la necesaria e imperiosa solidaridad.
Europa está dividida sobre cómo hacer frente a los que huyen de un África con permanentes guerras tribales o la aplicación de políticas que dan rienda suelta a una inacabable violencia, a asesinatos masivos o a la acción de bandidos.
Matteo Salvini, líder de la Liga del Norte en Italia, cogobierno que puede desaparecer en los próximos días, no tiene ninguna duda al montar dispositivos que impiden el arribo de barcos a la península. Es, para muchos, racismo en estado puro.
Vale la pena recordar que la líder alemana (próxima a retirarse) Angela Merkel sometida a presiones partidarias y de un segmento de la sociedad germana señaló en 2015: “Si Europa fracasa en la cuestión de los refugiados, si se rompe el estrecho lazo con los derechos civiles universales, ya no estaremos ante la Europa a la que aspirábamos". La canciller ha recordado el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto a los derechos humanos”.