Las viejas y actuales crónicas de las pestes
Desde que el hombre logró, por fin, organizarse en sociedad hubo pestes de todo tipo. Por negligencia humana, falta de higiene o por convivencia con animales y alimañas.
Fueron tan demoledoras que durante siglos el hombre se refugió, por el terror, en las religiones, especialmente en la Edad Media. Brindaban la posibilidad de seguir viviendo, de prolongar la vida tras la muerte, una especie de segunda vida. Siempre y cuando haya tenido un buen comportamiento y cumplido con las obligaciones morales, podían acceder al Paraíso. O a otro mundo mejor, más cuidado, menos riesgoso.
Sin duda, cuando llegaban esas pandemias se creía que se trataba de un castigo de Dios o de los dioses en la Antigüedad. Las procesiones multitudinarias pidiendo la protección de la divinidad se convertían, sin embargo, en grandes focos de muerte.
Uno de los primeros testimonios sobre la peste lo aportó Tucídides (460-396 A.C), padre de la historiografía científica, quien también era un militar. Describió el flagelo que cayó a plomo sobre Atenas en el comienzo de la guerra con Esparta (430 A.C). Incluso dio detalles de los sufrimientos que padecían los enfermos. En su tiempo, Homero también se refirió en La Ilíada a un ejército flagelado por la plaga.
En su trabajo académico La Peste, el reconocido filósofo argentino Leiser Madanes hace referencia al Decamerón de Bocaccio. Ese autor se refiere a los síntomas del padecimiento y la peligrosidad de la enfermedad que era la "disolución social".
Se rompían los vínculos. Los padres abandonaban a sus hijos para buscar refugio y los hijos dejaban morir a sus padres, sin cuidarlos, haciendo trizas lo indicado explícitamente la Biblia.
La peste negra o bubónica de mediados del 1.300, con picos entre 1347 y 1353, mató en Europa a 50 millones de humanos, más de la mitad de la población europea. Había surgido en Asia y entró al viejo continente, según los testimonios, por los marineros, a través de Sicilia y el extremo sur de Italia. No hay datos extremadamente precisos sobre el origen. No hay oposición a decir que la enfermedad mortífera se multiplicaba con la mugre en la que se vivía y con la proliferación de las ratas.
Ya por entonces se sabía que la cuarentena era lo único que salvaba vidas. El término proviene de Venecia. Allí, en tiempos de peste, una potencia marítima obligaba a los barcos a anclar fuera de la ciudad durante cuarenta días.
Quien describe estupendamente la enfermedad fue Daniel Defoe, el escritor inglés autor de Robinson Crusoe, quien se explaya de manera abundante, en 1772, en su libro Diario del año de la peste, basado en las memorias de un pariente sobre aquello que asoló a Londres en 1665.
Ese libro es, según decía el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, el mejor manual de aprendizaje para hacer una perfecta crónica periodística. Sugería que se incluyera en las carreras universitarias.
En Argentina, la epidemia de fiebre amarilla, en 1871, al finalizar la guerra de la Triple Alianza que aniquiló al Paraguay, fue reflejada en crónicas, diarios y en pinturas. Los cementerios no daban abasto. Así surgieron nuevos "campos santos". Algunas plazas actuales fueron, en su momento, grandes cementerios. Uno de ellos fue el predio que se ubica en las Avenida Caseros frente a la cárcel que se cerró. Otro fue Parque Patricios, después convertido en un zoológico.
Los ricos salieron espantados de Buenos Aires para refugiarse en sus estancias, lejos de la peste. Según historiadores, habría surgido en el sur de la urbe, en lo que es hoy el barrio de San Telmo y en el arroyo que tenía su curso en lo que es ahora la calle Chile. No sobraba la higiene ni un servicio sanitario eficiente.
Por supuesto el ejemplo paradigmático de una peste de enormes dimensiones fue la gripe española de 1918. Nada tenía que ver España en ese asunto. Había nacido en los cuarteles donde llegaban los soldados norteamericanos que pelearon en el último año de la Primera Guerra Mundial. El nombre válido fue "peste de las trincheras". Recorrió el mundo matando casi 50 millones de seres humanos.
Ahora, cuando el mundo se queja por la falta de vacunas y la escasez de barbijos o mascarillas eficaces, respiradores y guantes de látex habría que recordar que hasta finales del 1800, entrando en el 1900, solo se contaba con la vacuna contra la rabia y la viruela.
Solamente salvaba al mundo, muchas veces, el alcanterillado, el tratamiento de las aguas para la población, o sea el agua potable, y las cloacas, que ayudaron a reducir las muertes por enfermedades infecciosas como el tifus, la tuberculosis, el sarampión, la disentería, la poliomelitis y el cólera.
La cobertura que usaban los médicos del 1700 era una túnica de piel gruesa que se engrasaba para que "resbalasen los fluídos corporales de los enfermos". Utilizaban máscaras que rellenaban de hierbas aromáticas porque se creía que servían como aislante.
Observando desde hoy aquellos cuidados, se puede decir que los médicos eran ingenuos. Creían que el olor -y no las picaduras de las pulgas infectadas- era lo que trasmitía la "muerte negra".
Hay documentación muy reciente que informa que los máximos gobernantes del hemisferio norte tenían hace poquísimos años información concreta que se podía producir una pandemia como el actual Covid- 19. Discursos de los presidentes norteamericanos Barack Obama y George W.Bush lo testimonian, pero ahora no se tiene en cuenta.