Nada en exceso
En el libro El país de las Desmesuras, sus autores, Juan Llach y Martín Lago, describen una Argentina adicta a los excesos y a las soluciones mágicas. Una sociedad a la que le cuesta, o no sabe, encontrar el “justo medio” de las cosas. Hay varios episodios de barquinazos, en el terreno institucional, político y económico, en la actualidad y en el pasado inmediato, que podrían citarse para fundamentar e ilustrar ese aserto. Algunas de esas mudanzas tienen su causa en factores externos, pero son muchas más las que están motivadas en urgencias o necesidades de la política, en los juegos del trono.
Los excesos percuden y carcomen a la democracia. Tzvetan Todorov, autor de Los enemigos íntimos de la democracia, los agrupa en tres categorías: el populismo, el ultraliberalismo y el mesianismo.
La democracia moderna no puede ser entendida como un campo de batalla donde el principal objetivo de la política es separar amigos de enemigos, concentrar todas las fuerzas contra estos últimos para neutralizarlos y, si es posible, reducirlos a la nada. Como lo explica el mismo Todorov, el principio clave en una democracia que se quiere poner a salvo de tales peligros y vicios, regenerarse constantemente y cumplir sus promesas de mayor libertad y bienestar, es el del pluralismo.
El pluralismo nos protegerá de caer en esos excesos y nos llevará a entender la lucha y la acción política, no como una guerra, sino como una disputa civilizada y una competencia pacífica de ideas y programas. Si esa actitud de apertura se incorpora a la cultura política y a la vida social, si la tendencia dominante es la mesura, no habrá riesgos de que prendan los virus de la intolerancia, los fundamentalismos y los fanatismos. Si queremos progresar hacia una democracia cada vez más integral e integradora, debemos comprender que la principal virtud política debe ser la moderación, y premiar y favorecer a quienes así se comportan.
Las batallas que tiene que librar la democracia, y que lo debe hacer en un marco de garantías republicanas, son contra la pobreza, el narcotráfico, la inseguridad, la inmoralidad administrativa, la decadencia educativa, la “cultura del aguante y el vale todo”. Todos estos dramas, atrocidades y tragedias, si no son enfrentados a tiempo y con la suficiente energía social y política, llenarán de sombras nuestro destino como sociedad y nación.
La desmesura, la hybris, constituye el eje de la antigua tragedia griega. Manuel Belgrano la advirtió en la realidad de su tiempo: “Nada se hace con declamar sobre la necesidad de la unión de todos los habitantes, si los encargados de la autoridad pública en todos los pueblos no ponen su conducta y los sentimientos de su corazón en concordancia con sus palabras, y si unos destruyen por una parte, al paso que otros edifican por otra, a costa de los mayores desvelos y sacrificios”.
Los ciudadanos de esta época deben ser capaces de despreciar la desmesura que significan el delirio fundacional y la reinscripción de la historia y apreciar, en cambio, la moderación representada por las modestas propuestas del respeto a la ley y a la pluralidad de ideas y de la promoción de la cultura del trabajo como vehículo de la inclusión social y del protagonismo político.