Todos los países que adoptan un sistema republicano de gobierno eligen a sus autoridades a través del voto popular y establecen una división de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Así ocurre también con Argentina que, según lo establece el artículo 1 de la Constitución Nacional, adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal, mientras que en su artículo 44 instituye al Congreso –con sus Cámaras de Diputados y Senadores– como el Poder Legislativo de la Nación. 

El período de actividad del parlamento está establecido en el artículo 63, con sesiones ordinarias entre el 1 de marzo y el 30 de noviembre de cada año, y extraordinarias en caso que sean prorrogadas sus sesiones o convocadas por el Presidente. Sin embargo, la intensidad del trabajo parlamentario y la cantidad de leyes aprobadas no siempre es la misma, ya que –en general– los tiempos del Congreso de la Nación corren al compás de las urgencias del Gobierno Nacional y sus bloques legislativos.

Según el balance anual de Directorio Legislativo, la actividad parlamentaria de 2022 tuvo un total de 26 sesiones: al igual que el 2021, cuando hubo 22 sesiones, ambos años se encuentran por debajo de las 29 sesiones que es el promedio de la década. Durante el primer semestre de 2023 la actividad parlamentaria fue mucho menor: el informe elaborado por Barbechando da cuenta de un total de seis sesiones en este período. Tras el comienzo del segundo semestre, y de la mano de las elecciones, el ritmo del Congreso se fue acelerando con algunas iniciativas del oficialismo que encontraban rápidamente el tratamiento que nunca habían tenido: es el caso del proyecto de Ley de Financiamiento Educativo.

El mismo fue presentado públicamente el 12 de septiembre por los ministros de Educación y Economía, para luego ser enviado a tratamiento en la Cámara de Diputados. Allí recaló en la Comisión de Educación donde su presidenta, la diputada Blanca Osuna, lo introdujo al debate planteando que “es imposible pensar en el financiamiento de la educación argentina si no alumbramos acuerdos”. 

En esa oportunidad ya empezaron a verse tanto los consensos en líneas generales en torno al proyecto, como las críticas por su distancia con la realidad educativa imperante o por algunos aspectos puntuales de su contenido. El diputado Alejandro Finocciaro, vicepresidente de la Comisión, manifestó que “cada vez que nosotros nos planteamos una inversión, hay que preguntarse de dónde saldrá el dinero para esa inversión, porque sino nos estaremos engañando a nosotros mismos”. Luego se sucedieron más comisiones en las que se escuchó la palabra de académicos y especialistas en la temática, así como también la voz de las distintas provincias, de gremios docentes y estudiantes, etc.

El planteo central del proyecto es aumentar el porcentaje del PBI destinado a educación, pasando del 6% actual –establecido en la Ley 26.075 y luego ratificado en la 26.206– a un 8% del mismo, estableciendo que dicho monto sea distribuído en un 6,5% para la educación inicial y obligatoria y en un 1,5% para las instituciones de educación universitaria. Aquí es donde se apuntaron las principales críticas de los legisladores opositores, ya que el propio Gobierno Nacional incumple lo establecido en el Art. 9 de la Ley de Financiamiento Educativo citada previamente. De hecho, un informe elaborado por Argentinos por la Educación señala que la meta del 6% sólo se cumplió en 2009, 2013 y 2015, y que la suma de todos los incumplimientos arroja una “deuda educativa” acumulada equivalente al 5% del PBI del 2020 (aproximadamente unos 3,4 billones de pesos del 2022 o U$D 26.009 millones al tipo de cambio de 132,15 pesos por dólar, promedio del 2022). Si el propio Gobierno incumple la norma vigente, ¿qué nos garantiza aumentar el porcentaje en una nueva ley?.

Por otro lado el proyecto avanza en definiciones como la de establecer un ciclo lectivo anual mínimo de 190 días efectivos de clase para la educación obligatoria en todo el país, ampliando en diez días el plazo establecido por la Ley 25.864. Ésta es otra premisa que –aún puesta por Ley– no se cumple: son recurrentes los reclamos de familiares y alumnos frente a los paros docentes y otras cuestiones que afectan el ciclo escolar de los alumnos y complican sobremanera la vida cotidiana de sus familias. El proyecto también define un largo listado –que va del inciso a) hasta la z)– de “políticas y objetivos de la inversión educativa”, de las cuales podemos destacar: garantizar 14 años de escolaridad obligatoria, erradicar el analfabetismo, incluir al 100% de los niños de 4 y 5 años en la educación inicial, asegurar las condiciones para la enseñanza de una segunda lengua en primaria y secundaria, entre otras. Esto también recibió cuestionamientos debido a que es una lista muy extensa, con casi 30 incisos, que mezcla y confunde los objetivos con las políticas necesarias para conseguirlos.

En la última Comisión, el oficialismo demostró vocación por corregir algunas de las cuestiones señaladas y mejorar el proyecto de ley, a fin de conseguir una mayor legitimidad y consenso a la hora de su tratamiento en la sesión. Sin embargo, podemos decir que en un contexto en que la educación atraviesa una profunda crisis, jaqueada por graves déficits de aprendizaje y altas tasas de abandono escolar, entre otras problemáticas estructurales, sancionar una ley de estas características puede quedar en un mero hecho declamativo.

La cuestión tal vez no está en cuánto dinero se destina, sino en cómo articular las distintas esferas de responsabilidad en materia educativa para conseguir un funcionamiento eficiente del sistema, permitiendo garantizar que cada niño, niña y adolescente de nuestro país pueda ejercer plenamente su Derecho a la Educación.