La mesa está servida. Para la cena familiar, las confesiones y secretos de la pareja, para el café de la amistad.

La mesa está servida para el juego. Para el lúdico y para los atrapados en sus infiernos que construyó el azar, que no los obedece ni a ellos, ni a nadie.

La mesa está servida para que el mantel disimule las manos, que debajo de ella, tejen y destejen, acarician y lastiman.

La mesa está servida y se nota, cada vez más, que faltan lugares, aunque se la golpee en fingido reclamo. Sobre esa mesa se han firmado traiciones, guerras, certificados de muerte y de pobreza.

La mesa está servida y, palma con palma, han brotado plegarias para convocar al ausente, para celebrar la vida, para el brindis y las palabras que salen más dulces en la sobremesa.

La mesa está servida. La mesa de dinero, la de saldos, la de ofertas desesperadas, la del ajedrez, la de los tratos, la del altar.

La mesa está servida. La misma mesa que nos conoce porque somos comensales frecuentes. La que vestimos y adornamos, la que herimos, de la que huimos, a la que volvemos.

La mesa está servida para cumplir el plan del Artesano, en el tacto, ser el mudo sostén de nuestros días.